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Episcopales

No sé ustedes, pero yo tengo la impresión de que, cada vez que se juntan los obispos, lo primero que tratan de hacer es responsabilizar a todos los laicos de lo mal que funcionan los asuntos terrenales, sin duda llevados por el viejo deseo de resultarnos, una vez más, castigadores -no en el sentido de Rodolfo Valentino, sino en el de sacudirnos una galleta- además de imprescindibles. Depositarios del paso de peaje para entrar en el reino de los cielos, se empeñan, por añadidura, en llenarnos el camino de avisos apocalípticos para que, conforme avanzamos, nos vayamos sintiendo día a día con peor conciencia y tengamos, ya que no el paraíso, al menos el purgatorio asegurado aquí.Para los obispos somos un desastre, y no desaprovechan la ocasión de reprochárnoslo. Lo hacen de uno en uno siempre que pueden, y ya no les cuento lo que ocurre cuando se reúnen 77, como ha sucedido recientemente. Un frenesí.

El caso es que los negocios de aquí abajo no les parecen bien, ni siquiera regular. Es curioso que sea en épocas de democracia cuando les parecen peor. Salvo algún caso aislado de heroísmo personal, no recuerdo yo grandes manifestaciones públicas episcopales en los tiempos difíciles del franquismo. Claro que aquélla no era una época materialista, y ésta sí. Y, por ende, en aquel tiempo teníamos ya el infierno encima. No se podía pedir más.

Y es que confunden, ellos sí, la libertad con el libertinaje. En la reciente asamblea plenaria de obispos, Díaz Merchán ha cargado contra "el sexo elevado a la categoría de fin, el aborto, la eutanasia, el lujo y la vida concebida como diversión". "Nuestro pueblo no tiene más objetivo que el egoísmo y el placer inmediato". Y Díaz Merchán era el progre de la compañía. Imaginen lo que el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Suquía, catalogado como duro, puede llegar a decir en cuanto le den cuerda.

Lo que tenemos es muchísima paciencia. Y ellos, los obispos, una forma especialmente responsoria de ganarse la vida.

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