Destrucción
Una mañana te levantas de la cama, oyes las sirenas desde el cuarto de baño y concibes que ha llegado el momento: la ciudad está ardiendo por los cuatro costados, una legión de mendigos rebelados asalta los comercios, los obreros forman barricadas frente a los bancos, algunas fachadas oficiales se derrumban a causa de la dinamita y bajo los escombros que amasan a ricos y pobres se oyen a la vez gritos de venganza y de auxilio. Mientras te afeitas acariciándote la yugular con una cuchilla perfumada piensas que era lógico que este desastre sucediera un día. Había en el aire demasiada angustia acumulada. Y el estallido irracional se había producido por fin de una forma sarcástica. Pero con el filo de la navaja terminas de pulir tu quijada y al salir a la calle descubres que la vida es totalmente hermosa. Nada grave ha sucedido esa jornada todavía. La primavera está a punto de brotar, los pájaros cantan, las muchachas son hermosas, los obreros acuden al trabajo pisando el rocío, la bolsa ha subido de nuevo, los tenderos tararean fandanguillos ante un kilo de judías y en el Parlamento los políticos hablan acerca del estado de la nación.¿Qué clase de milagro ha detenido el fuego? La ciudad sigue en pie bajo un sol radiante y los criados aún obedecen, las madres ibéricas fríen sardinas e invocan a Dios por el patio de luces, los guerreros del amor mueren de peste genital y en cambio tú estás vivo, el tedio de los jóvenes produce estampidas de búfalo, el rencor de los primeros hambrientos comienza a solidificarse en la atmósfera y, no obstante, la gente ríe, sueña, se acaricia, come gambas y usa corbatas de seda. Todo puede suceder. Si te dicen que mañana tu mundo va a desmoronarse, te lo crees. Si alguien te promete que una libélula sobrevolará tu corazón, lo aceptas. Esa mezcla de terror y alegría de vivir que te habita, la sensación de encontrarse al borde del caos y la esperanza de que alguien detendrá el fuego en el último instante: en eso consiste el estado de la nación, que en el fondo no es sino el estado de ti mismo. El amor y la destrucción.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.