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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los enamorados

SEA CUAL fuere el mimetismo que convirtió al 14 de febrero en el Día de los Enamorados, el hecho es que ha ido afianzando su lugar en el calendario, y a estas alturas sería tan cursi la pretensión de abolirla como la calidad de algunos de sus reclamos. Por mediación anglosajona, la fiesta ha cundido en España, pero sus manifestaciones se encuentran lejos de esos usos británicos o norteamericanos que hacen insertar mensajes de amor en los diarios. En esos países, incumplir estas u otras formas de atención puntual denota algo más que un menosprecio de la onomástica.Enamorarse forma parte de los acontecimientos más celebrados de la existencia. También, por otra parte, de los más excepcionales en cuanto a su repetición, durabilidad y al surtido de emociones que suscita. Si los hechos de nacimiento, bautizo o matrimonio dan pie a los festejos y rituales conocidos como de paso o de iniciación, el enamorado podría alegar que su estado sería al menos comparable al más señalado de los trances. Alberoni, en su libro sobre El enamoramiento, llama "estado naciente" al que se vive con esa experiencia romántica. Un estado en el que el presente y los protagonistas dejan de ser la vulgaridad que se suele ser y pasan a una suerte de fantástica potenciación recíproca. Una emoción así, continúa Alberoni, sólo encuentra su correlato en la pasión colectiva que despiertan los momentos prerrevolucionarios, en los que se disfruta la fuerza de la solidaridad y la experiencia de inaugurar un mundo.

El fenómeno del enamoramiento, visto desde fuera, despierta a menudo toda clase de suspicacias. El enamorado no puede dar cuenta de su experiencia sino apasionadamente, y con ello da probables muestras de delirio. De hecho le es imposible transmitir cuanto siente sin un lenguaje en el que es notoria víctima de la irregularidad que le afecta. Como sucede ante los fervores del revolucionario, quien no comparte la experiencia tenderá a encontrar en ella un punto de desvarío. Por otra parte, tampoco se le concede un carácter duradero. "Es imposible amar y ser sensato". Y a partir de ahí, cabe esperar que no se podrá seguir con esa insensatez a lo largo de toda la vida. Existe incluso una extensa literatura que, desmitificando los alborozos de la vida amorosa, contrapone la felicidad al amor, y asegura, como Oscar Wilde, que "un hombre puede ser feliz con cualquier mujer a condición de que no la ame". Cualquiera avalaría, por su parte, que todo buen enamoramiento incluye la inquietud permanente sobre la real posesión del ser amado. Y he aquí la paradoja: se anhela la posesión del amado, pero, a la vez, sólo se ama lo que no se posee del todo.

"Sería preciso escoger entre dejar de sufrir o dejar de amar", dice Proust. Pero el enamorado no tiene opción a este planteamiento, y aúna, como tantas veces reproduce Shakespeare, la simultaneidad de la felicidad y el dolor romántico. Se dice en algunos análisis que este fin de siglo recoge caracteres del romanticismo. Sin abusar de los paralelismos, es cierto que la menor relevancia cultural de lo público frente a lo privado, de los temas colectivos frente a los que afectan al sujeto, la pérdida de utopías sociales, promueven un mayor énfasis de la experiencia individual, y de la amorosa, en concreto. Como se mostraba en el suplemento de Libros que publicó EL PAIS el pasado jueves, los argumentos románticos cubren buena parte de las actuales producciones escritas y crece un nuevo gusto por los poetas del círculo de Shelley.

Las fiestas que existen fueron instauradas por la Iglesia o por el Estado, dos centros de poder que han decidido el orden social y moral de las colectividades. El mimético San Valentín de España es la obra de este nuevo poder que corresponde a las instituciones mercantiles. Aquí no se conmemora un hecho de guerra, tampoco la proclamación de un dogma. Se trata de una fiesta tan pagana y próxima como la de San Juan. Pero aquí implantada como un producto nuevo en el que la remota invocación de un mártir ampara el codiciado placer y suplicio de enamorarse.

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