Conversaciones escabrosas
Es experiencia común: hoy día no se puede ir al cine sin que le obsequien a uno, venga o no a cuento, con la más o menos prudente pero inevitable ración de sexo explícito, o, para decirlo en palabras llanas, con el espectáculo directo y crudo de alguna práctica sexual. Venga o no a cuento, digo, y es evidente que la forzada injerencia de tales escenas responde al propósito de dotar al espectáculo de un elemento de pornografía que -es de suponer- refuerza los demás atractivos de la película frente al público.En fecha reciente he tenido la oportunidad de ver una que, toda ella, no trata sino del ejercicio de la sexualidad, y eso de la manera más desprejuiciada, con total libertad; sin embargo de lo cual, a lo largo de su desarrollo no se encuentra nada que permita ser calificado de pornográfico. Me refiero al filme que en su original franco-canadiense lleva el título de Le déclin de l'empire américain, mal traducido al español como El declive del imperio americano.
¿Será posible que una obra cuyo contenido argumental está constituido por las actividades sexuales a que se aplica un grupo de personajes, presentadas sin ambages ni paliativos, quede a salvo de la tacha de pornografía que, en cambio, no vacilo en reprochar a otras muchas, por lo demás muy respetables, donde se regala al público el bono gratuito de quizá una sola escena de fornicación? Trataré de explicar cómo es ello posible.
A juicio mío, aquello que la pornografía propone, y en lo que de modo neto se distingue en su intención del arte, es en su intención de convidar al espectador para que participe, siquiera sea vicariamente, en la escena lúbrica que pone ante sus ojos, o ante los ojos de su imaginación. La torpeza de la oferta pornográfica reside en su 'invitación al voyeurisme.
Ahora bien, así como es factible presentar a la vista una escena de ingestión de alimentos en forma tal que a quien la presencia se le haga la boca agua o, por el contrario, se le levante el estómago, también cabe suscitar una revulsión de repugnancia frente al espectáculo de la sexualidad. Entre estos dos extremos de reacción visceral queda la posibilidad de dar al erotismo el tratamiento artístico capaz de alejar al espectador, colocándole a una distancia que le permita el puro goce estético, ya sea mediante factores emocionales de tonalidad lírica, ya sea al invocar en su ánimo el temple de la comicidad.
Sobre todo, esto último. El sexo es esencialmente cómico en el animal humano. En el animal humano, el sexo -como, en general, los demás impulsos biológicos- tiene el efecto de desmentir, desacreditar y burlar sus pretensiones espirituales. denunciando el fútil empeño de superar los condicionamientos humillantes de la naturaleza por medio de las instituciones cuyo conjunto integra el edificio de la cultura. Desde la perspectiva del espíritu en que nos pretendemos instalados, y dentro de cuyas convenciones vivimos, las necesidades naturales son sentidas como una degradante servidumbre, que nos esforzamos por disimular domesticando a la bestia humana, e insertando la satisfación de sus inexcusables impulsos vitales en el cuadro de unos rituales más o menos elaborados, desde las simples ceremonias de la mesa campesina hasta la etiqueta estricta de un banquete de gala y aun el religioso ágape, o -por lo que al sexo concierten- el matrimonio, con sus diversas formalidades sacramentales, eclesiásticas y civiles. Cuando el impulso biológico salta por encima de esas formalidades, esto es, cuando las formas sociales se rompen, la cobertura que lo disfrazaba y cohonestaba queda desmantelada súbitamente. La respuesta social es de reprobación, y uno de los instrumentos que la sociedad emplea para reprobar es el de la risa.
La risa surge frente a una pretensión humana que se ve desmentida, y no tanto -como propuso Bergson en su admirable ensayo sobre el tema- por la aparición de lo mecánico en lo humano, sino más bien por una revelación inesperada de la cruda naturaleza que se ocultaba tras las apariencias culturales. Trastabilla y cae en el lodo un digno bípedo implume, y nos reímos; pero a nadie le hace reír el tropezón y batacazo sufrido por un animal.
De igual manera, la repentina evidencia de la sexualidad, corro otras de las denominadas debilidades o flaquezas humanas, suscita la risa, y no por casualidad las mayores fuentes del humor popular están constituidas, junto a los cuentos que acusan fallas de la inteligencia, por las dos grandes secciones de los chistes escatológicos o sucios y, de los chistes escabrosos, llamados verdes entre nosotros y colorados en otros países.
La risa -y de ahí su utilidad como instrumento de reprobación social- implica un juicio ético, quizá no demasiado severo, pero apoyado incluso en un respaldo metafísico. Y esto es precisamente lo que late detrás de la película canadiense Le déclin de l'empire américain, que, por cierto, iba a haberse titulado Conversaciones escabrosas, y esto muy apropiadamente, pues casi todo el tiempo de su duración se consume en las que, por separado primero y luego juntos, mantienen los hombres y las mujeres de un grupo de universitarios pertenecientes a un departamento de Historia acerca de sus obsesivas y en gran medida perversas actividades sexuales. Tales conversaciones, que integran, como digo, no ya el núcleo, sino el cuerpo entero de la obra, están enmarcadas por una reflexión que le confiere significado trascendente. Ya el título mismo lo apunta: La decadencia -o declinación- del imperio americano evoca en manera bastante inequívoca el de la famosa obra de Gibbon sobre La decadencia y caída del Imperio romano, que en seguida va a ser aludida por uno de los personajes en su calidad profesional de docente. Y al final del filme se habla de la amenaza de destrucción atómica en un tono de aterradora -y aterrada- frivolidad, como si esa amenaza, al cernerse sobre Estados Unidos, pudiera no afectar a sus vecinos inmediatos. Ante inconsciencia tal, acude a la memoria de este espectador aficionado al cine el ineludible recuerdo de El satiricón, de Fellini, que nos transmite análogo ominoso mensaje.
El abandono de las aspiraciones humanizadoras a elevarse mediante los recursos de la cultura, esto es, a espiritualizarse (uno de los personajes de la película canadiense, profesor de Historia, declara haberse entregado full-time al disfrute del sexo cuando renunció al empeño de producir una obra importante en su especialidad), y la reconocida aceptación común del goce físico como orientación y meta de la vida; la asunción, en fin, resignada, pasiva y mansa de nuestra condición animal, sería síntoma indudable de hallarnos en unas postrimerías históricas.
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