La filosofía, en el modista
La desnudez clásica del sabio que se zambullía en este pozo de oscuridad que es el mundo y hacía alumbrar en los adentros del caos la luz heroica del orden ha sido reemplazada por el filósofo vestido, impoluto, de entre cuyas luces sólo brilla la del arco dorado de sus lentes.Hoy, la filosofía viste y antes desnudaba. Antes era el peligro de transitar por un laberinto en el que nadie había puesto nombre a los demonios; hoy es un desfile de modelos, una pasarela con público selecto y precipicios cautamente almohadillados. Los filósofos pobres y los ricos, los famosos y los anónimos, los ágrafos y los polígrafos, hoy todos van vestidos (aunque sólo sea por precaución o por angustia de no llevar nada puesto).
La desnudez -es decir, el riesgo y la pretensión de explicar el mundo- les asombra tanto como la repudian. Las prendas de su armario llevan etiquetas que dicen: "el mundo es muy complejo", o bien: "todo es vacío", o peor: "seamos éticos" (que es como si una sombrilla le dijera al sol: "seamos constructivos").
No obsta, empero, la etiqueta para que, mientras se contonean en la tarima durante un congreso o una clase, atesten el ámbito de quejas y deploraciones por la escasa atención que se presta a sus acertijos. No les hacen caso; no les escuchan; nadie les detiene en los corredores subterráneos de su calipedia personal (por no decir otra cosa) y les solicita la dirección del sastre que ha diseñado el forro de sus cerebros. Los estudiantes se aburren y la masa está en otra cosa.
Para combatir esta universal y bien ganada indiferencia urden congresos con preguntas profilácticas del tipo "cuáles son las condiciones del pensar", y cuyas consecuencias no han de ser otras que "¿se piensa mejor en el baño o en el cuarto de estar?"; "¿por la noche o por la mañana?"; "si mis alumnos me quisieran, ¿pensaría yo más?"; ¿tengo que hacer vida nocturna?"; "si no hubiera congresos, ¿me divertiría tanto?".
En ausencia de una versión íntegra y sin concesiones de lo que nos rodea, de una apuesta total en la que ha de aceptarse el posible resultado de perder hasta los pantalones en el empeño de explicarlo todo y equivocarse en todo, los filósofos han decidido rellenar ese hueco con el debate profiláctico. El debate profiláctico. versa sobre las condiciones y el buen uso de los instrumentos, sobre el indumento adecuado para que se encienda la campánula de los sesos, sobre la dieta e incluso sobre la entrega al oficio; habla de todo, pero con el único objeto de escamotear la conclusión y su destino. Es la cena de hermandad de los filósofos, en la que la palabra sólo se utiliza para facilitar las digestiones.
Ellos creen cumplir su función -sobre todo en los casos en que la mala conciencia sale con algún alarido y también en aquellos otros en que un empacho de semiótica les ha dejado temporalmente en ayunas- con una invitación a la ética o a cualquier otra diversión que ponga un poco de orden en el desarreglo del estómago o de la conciencia. No hay motivo de inquietud: hablan de ética como los modistas hablan de costuras, solapas y prendas otoñales, como forma de vestirse, como del terno requerido para presentarse en sociedad. Es la tarjeta que entregan al mayordomo cuando deciden hacerle la visita a ese público hostil que bosteza mientras ellos agitan las admonitorias manos en el púlpito.
La desnudez del viejo filósofo era radical, radical en la sociedad en que vivía y radical en la forma de relacionarse con ella. Formaba parte del mundo porque lo inventaba, y en la invención descansaban tanto los derechos de propiedad como de pertenencia a ese mundo. La tarjeta de visita es el procedimiento del ajeno y, en este caso, la del funcionario refugiado en la cátedra o en sus contertulios. De cuando en cuando sale al mundo, suelta una conseja y vuelve al cafetín o al despacho donde le espera un público efusivo y amedrentado que alaba el valor y enumera las proezas editoriales.
Hay una casta de funcionarios donde antes había una casta de filósofos. Si algún rayo de sus lentes se filtra ocasionalmente en el mundo exterior, es sólo para que el reflejo se proyecte en el ámbito reservado del departamento administrativo y académico. Los periódicos, los congresos, las entrevistas por televisión y esos libritos hedonistas con que se estimula el autor y raras veces la lectura forman parte de la meritocracia del funcionario del pensar. El mérito es el único objeto de conocimiento específico que hoy por hoy pueden reclamar los que se autodenominan filósofos. En torno a él gira un discurso vacío, de brillos alternantes y argumentos verosímiles (sólo eso), con cuya impedimenta se acepta a los autores en sociedad y se aceptan ellos mismos.
En el fondo están contentos. Cobran periódicamente y sólo les exigen tener el armario bien surtido. Puede que se hayan quedado sin razones. Lo malo vendrá cuando se queden sin modista.
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