Estudiar en Oxford
A veces se dice que resulta más fácil ver las grietas de un sistema desde el exterior. Nada de eso hay en el elogio desmesurado de Oxford del artículo de Miguel E. Orellana Benado (véase EL PAÍS del 13 de enero); como miembro y estudiante de esta institución, me siento obligado a matizar la idolatría intelectual de Oxford que en él se presentó. En primer lugar, en cuanto se refiere al sistema de admisión: más del 30% de los alumnos no tiene que superar las pruebas de la universidad, aunque sí la en trevista. Además, la selectividad tiene el aspecto de un juego, puesto que todos los colegios no son iguales intelectual ni socialmente, y existen más posibilida des de ser aceptado para seguir ciertos cursos en determinados colegios. Algunos de ellos, por ejemplo, gozan de mejor reputación deportiva que académica; el esnobismo es tan importante dentro de la universidad como fuera de ella. Una vez superado el ingreso, el trabajo de cada estudiante depende, en cierto modo, de su propia voluntad. En todas las facultades, que se llamarían en España de Filosofía y Letras, los alumnos de pregrado sólo tienen que escribir uno o dos ensayos por semana para sus tutores (hay tres trimestres de ocho semanas cada uno). Las clases magistrales no son obligatorias; de hecho, en ciertas facultades pocos estudiantes asisten a las mismas.
Un fenómeno parecido ocurre con los profesores. El hecho de que los fellows tengan su puesto vitalicio puede garantizar "su independencia de juicio", como dice Orellana Benado, pero en muchos casos no garantiza más que la pereza, porque a los profesores no se les exige investigar, limitándose su función docente a la repetición monótona de las mismas clases-
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