China: el ruido y la furia
La historia del imperio chino es la de una centralización efectiva del espacio continuo mas vasto que jamás haya gobernado ningún soberano de la tierra. Entre los siglos XIV y XIX -lo que en Europa sería desde la Baja Edad Media a la segunda revolución industrial- la dinastía Ming, hasta el XVII, y la Ching o manchú hasta las grandes revueltas campesinas hace casi 150 años, gobernaron el imperio como un todo a partir de una centralización mas psicológica y social que tecnológica, y por medio de un cierto feudalismo burocrático ejercido por el Estado sobre una gran masa de campesinos libres.Los medios materiales en ese vasto lapso de tiempo y para ese enorme espacio no habrían permitido la existencia de un centralismo efectivo de no mediar un doble desarrollo. Por una parte, el sistema de encuadramiento social que fue la moral confuciana, y por la otra la creación de una casta de funcionarios que en lugar de la nobleza controlaba la situación en las provincias en nombre del emperador.
UNA RELIGIÓN SOCIAL
Confucio, que vivió entre los siglos VI y V antes de nuestra era, estableció una religión social, un código de comportamiento, basado en el culto a la familia, al soberano, a los antepasados y sostenido en la práctica de la virtud personal. Un canon caballeresco para uso de los ciudadanos de a pie, que toleraba mal el enriquecimiento por el comercio o la industria; una moral, por tanto, esencialmente campesina. Elconfucianismo no fue adoptado plenamente por el imperio hasta muchos siglos después de la desaparición del reformador, de manera que su periodo de máxima irradiación puede establecerse entre los citados siglos XIV y XIX. Al mismo tiempo, no se desarrolló en el país un feudalismo a la europea en el que los grandes señores traficaran su protección por la servidumbre de la tierra. Existieron las grandes propiedades y fueron comunes los abusos señoriales como en cualquier sociedad agraria, pero el trabajo en la tierra solían desempeñarlo hombres libres. Paralelamente, la pequeña y media propiedad ocupaba a la mayor parte del campesinado, que pagaba sus tributos al emperador a través de la casta de letrados y no de un señor territorial. que lo representara. El acceso a la casta burocrática estaba abierto a todos los que pasaran los rígidos exámenes imperiales sin control alguno de pureza de sangre o procedencia nobiliaria. En la práctica, las clases altas tenían todas las probabilidades de copar la administración por su acceso a una educación adecuada, pero no por privilegios de cuna.
De esta forma, la soberanía imperial, un absolutismo atemperado por ese código confuciano que obligaba tanto al monarca como a sus súbditos, se ejercía con un grado de centralización efectiva que no conocería Europa ni siquiera sobre territorios más concisos o en su expansión colonial, hasta la gran revolución de las comunicaciones del XIX.
Ese mundo autosuficiente comenzó a desintegrarse ante la potencia de fuego de la marina y la infantería británicas en las guerras del opio, años cuarenta del XIX. En menos de una década China tuvo la amarga revelación de que ya no era la nación más avanzada de la tierra. Las grandes agitaciones campesinas, como la rebelión Taiping a mediados del siglo pasado, y la ocupación de gran parte de la fachada marítima del país en forma de enclaves extraterritoriales de las potencias de Occidente y Japón hirieron de muerte al sistema. Finalmente, con la revolución de 1911-12 caía la monarquía y una sucesión de taifas republicanas enfrentadas entre sí despedazaba China hasta el comienzo de la agresión japonesa sobre Manchuria en 1931.
Entre la caída del imperio y la victoria del movimiento comunista-campesino de Mao Zedong en 1949 dos versiones de la modernización compitieron para reunificar el país.
El Kuomintang de Jiang Jieshi fue inicialmente un movimiento de reformismo nacionalista que quiso asimilar la fuerza de Occidente manteniendo en la base la moral confuciana. En los años treinta, sin embargo, el partido se había convertido en una organización semifascista, entregada al caudillismo de Jiang, que ridiculizaba en la práctica esa moral proclamada por el líder nacionalista, él personalmente converso al protestantismo. Paralelamente, Mao sustituía el código confuciano por el de una nueva moral: la de un comunismo nacional, donde el partido reemplazaba como elemento cohesionador, casi en un calco, a la casta de letrados: el 5% de la población que componía la burocracia imperial durante su mayor auge, se reproducía en una proporción idéntica de miembros del partido en los últimos años del Gobierno de Mao. La versión modernizadora del líder comunista se hacía, sin embargo, reemplazando una disciplina psicológica, basada en un consenso de valores, por un credo externo, envolvente antes que sugerente, que aspiraba a competir con el Oeste con sus mismas armas de progreso.
Ninguna versión prevaleció sobre la otra por razones de superioridad ideológica. La disposición de Mao a luchar contra la invasión japonesa -todo lo contrario a la de Lenin en 1917 frente a la agresión alemana-, la revolución agraria a la que no osó el Kuomintang, la corrupción del régimen de Jiang, fueron factores decisivos. El Kuomintang no representaba con ello un ideal de democracia capitalista opuesto al comunismo campesino de Mao, que permita suponer que un sistema derrotó al otro. La eficacia de un nuevo centralismo comunista, consustancial a una idea de la única China conocida, venció al nacionalismo de la disgregación que representó el régimen de Jiang. Una idea del imperio, por tanto, prevaleció sobre aquella que no supo ser imperial.
Durante las primeras décadas del régimen maoísta, la recobrada existencia del Estado, el peso de una sola ley lejana pero efectiva sobre todos los rincones del imperio, bastó para legitimar al poder comunista ante el ciudadarto. Tras la anarquía de los años de entreguerras una nueva casta de letrados, los cuadros del partido, conectaba al país con una tradición imperial a la que estaba profundamente moldeado. Pero China sólo había conocido la existencia efectiva del Estado como potencia hegemónica en un teatro regional, aureolada de la idea de que el resto del mundo debía ser tierra de barbarie. Tras el fin de la segunda guerra mundial China entraba en un mundo ampliado a sus verdaderos confines, pero al mismo tiempo trataba de preservar la autarquía básica de la era imperial.
LA APERTURA DENG
Al producirse la ruptura con Moscú en 1960 esa tendencia, que hizo posible el experimento de ensimismamiento caótico de la revolución cultural, se acentuó impidiendo por unos años que el régimen de Pekín tuviera que decidir cuál era su posición en el nuevo teatro mundial. Por ello, la ascensión al poder de Deng Xiaoping es crucial para el país, porque su visión de China no es simple mente la del que quiere reformar un sistema económico o liberalizar la dictadura de las inteligencias que estableció Mao, sino quien concibe la próxima fase de la justificación del nuevo imperio chino ante el mundo.
Si la apertura Deng se prosigue tras la eventual desaparición del anciano líder, no debería bastar ya el calco del comunismo de guerra implantado por los cuadros del partido sobre la historia antigua de la burocracia imperial, para realizar un nuevo encuadramiento de la China profunda. Lo que valía para una China encerrada en sí misa o reducida a un área regional, donde ejercía la supremacía, no puede valer cuando la opción de Pekín es la de una apertura que sitúe al país en un contexto mundial. Con
Mao bastaba el imperio hacia adentro, pero los sucesores de Deng habrán de justificarlo hacia afuera.
Al mismo tiempo, esa búsqueda del futuro está produciendo ya, como se ha visto con las recientes manifestaciones de Shanghai, un desencajamiento doctrinal en el que la burocracia comunista deberá aflojar la presión sobre el ciudadano. Para el país, cualquier experimento en es sentido ha sido un trauma, como en los efímeros episodios de la apertura de las cien flores en 1957, la propia revolución cultural en los sesenta que para crear un nuevo adoctrinamiento debía destruir parte del antiguo, y en el ensayo general de 1978-79, ya bajo Deng, de lo que puede ser ahora el estrno de la gran pieza aperturista.
A principios de los setenta la selección de fútbol de un país africano jugaba un partido en Pekín contra el equipo nacional chino. Durante la primera parte, que concluyó con dos goles de ventaja para los visitantes, un sordo rumor había ido creciendo en las gradas al compás de las realeso supuestas brusquedades de los africanos. La situación se enrarecía con el ruido ambiente convertido en un abejorreo tan anónimo como amenazante, cuando sonó el silbato del medio tiempo. Mientras los diplomáticos occidentales invitados al partido se interrogaban con undespunte de preocupación, una voz se dejó oír por los altavoces del campo. Una breve perorata puso puntos suspensivos al fragor creciente. La amistad internacional entre los pueblos era más importante que cualquier resultado deportivo. El único ruido que se oyó en toda la segunda parte fue el que se organizaba en torno a la pelota.
Ese ruido trasladado a la cotidianeidad es perceptible en el denso corro de multitudes que hace apenas unos años seguían con asombro en las capitales de provincia a los primeros viajeros occidentales -los narices largas como se les llamó en el encuentro del siglo XIX-; o en la infernal algarabía de timbres de bicicleta en las principales avenidas de las grandes ciudades, donde una gran compostura personal se desintegraba en el solfeo de timbrazos, ajeno a problemas de circulación y sucedáneo de un discurso cuyo interlocutor estaba ausente.
Hong Kong es hoy la imagen de lo que los dirigentes chinos más temen para el futuro; no sólo porque se trate de una ciudad china volcada al desarrollo de un capitalismo escasamente domesticado, sino por lo que tiene de ebullición de un individualismo explosivo sin encuadramiento posible. Por eso, Hong Kong pasará un largo periodo de cuarentena autonómica antes de integrarse plenamente en una metrópoli a la que se desea profundamente diferente así que pasen cincuenta años. El sistema británico de gobierno indirecto estableció en la colonia del río de las Perlas un nivel de decisiones políticas por arriba, que ha sido en las últimas décadas un condominio de Pekín y Londres, pero que deja al ciudadano la libre persecución de sus instintos económicos. Ello ha producido la conflagración absoluta del chino despojado de su encuadramiento político imperial. Lo que en China es un ruido que se percibe aplicando el oído al suelo, en Hong Kong se convierte en fragor incontrolado que suena a advertencia. Diferentemente, en Singapur y Taiwan, los dos otros Estados chinos fuera de China, es la cultura nacional Han la que detenta el poder político y ejerce la policía ideológica de la población; en la isla nacionalista en nombre de la moral confuciana, y en la península de Malaisia con un decorado de democracia occidental. Ni una otra forma de consenso o de, dominación del ruido ambiente, sirven como modelo para la tentativa de Pekín.
UN NUEVO ENCUADRAMIENTO
Por ello, el experimento Deng tiene gran trascendencia: conseguir una cierta liberación de esos instintos económicos que estaban consensuados dentro de un encuadramiento confuciano en la monarquía, y al que se quiso dar un giro radical para construir un tipo de sociedad hiperigualitaria durante el tiempo de Mao, con una nueva forma de cohesión social. El proyecto no puede considerarse la invención de una nueva Hungría en el corazón de Asia, porque no tiene China la base social ni el desarrollo a la europea para que eso se plantee, ni pretende Deng la creación de una economía capitalista paralela, como en el país del Danubio, sino un sistema comunista eficiente capaz de regirse por una cuidadosa filtración de las leyes del mercado. Pero para lograr sus objetivos la administración de Pekín tiene que encontrar otro tipo de consenso que sustituya al sistema confaciano, que funde una nueva legitimidad, acabada la fórmula del maoísmo, y, sobre todo, que preserve la unidad de propósito del pueblo chino.
El peso histórico del Estado inmemorial gravita sobre todos sus habitantes; esa conciencia del pasado es el gran cemento para una agrupación nacional pese a la enorme diversidad linguística del país. La escritura del chino mandarín, o lengua académica, es la gran unificadora de la nación, pero sus formas habladas se separan entre sí por zonas regionales, mucho más que el árabe, por ejemplo, o cualquiera de las grandes lenguas occidentales, hasta el punto de ser casi imposible la comunicación oral entre el cantonés y el chino de Pekín. Ese país de varias lenguas unidas por una sola escritura es un hervidero de particularismos de todas clases que, cuando falla el consenso interior y se, pone en cuestión la posición exterior del gran imperio, como ocurrió entre fines del siglo XIX y la victoria de Mao en 1949, resurgen convirtiendo el ruido en disgregación insoportable. La gran apuesta de Deng es la de encontrar hoy la fórmula que canalíce un nuevo encuadramiento por definir que permita a China la entrada en el siglo XXI como la gran potencia que aspira de nuevo a ser. Pero ahora con una perspectiva por primera vez planetaria.
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