¿Explotan los países ricos a los pobres?
Una de las batallas más conflictivas en las relaciones económicas internacionales se viene librando, desde hace años, entre las naciones industrializadas occidentales (esencialmente, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) y los países en vías de desarrollo (el llamado Grupo de los 77 del Tercer Mundo). Se dice que el orden económico internacional, con las instituciones creadas después de la II Guerra Mundial (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial), discrimina a los países en desarrollo y hace posible que el bienestar en el hemisferio Norte siga creciendo a cambio de dejar reducida a la miseria a la población en el hemisferio Sur. Por ello, los países en desarrollo propugnan, en el seno de las Naciones Unidas, la creación de un nuevo orden económico internacional, basado en nuevas instituciones, provisto de dispositivos para intervenir los mercados de bienes, servicios y factores productivos, y dotado de mecanismos para una fuerte redistribución de recursos de Norte a Sur. En la octava cumbre de los países no alineados, celebrada en Harare (Zimbabue) volvimos a oír estas reivindicaciones.El principio sobre el que se ha planteado este tema es empíricamente erróneo. El crecimiento económico en el Tercer Mundo ha sido siempre más rápido que en los países industrializados, incluso en los años sesenta, a pesar de la crisis energética. En el período 1960-1973, el producto industrial bruto (PIB) real creció en un 6,1% anualmente en los países en desarrollo tomados en conjunto, mientras que en los países industrializados el aumento fue del 4,9%; en el período 1973-1985 se registraron tasas de incremento del 5% y 2,8%, respectivamente. El crecimiento también fue muy superior al experimentado por los países industrializados cuando éstos, en el siglo pasado, se encontraban a un nivel de desarrollo parecido al que se observa hoy, en el Tercer Mundo. El que este crecimiento económico no se haya traducido en una rápida mejora de la renta nacional per cápita se debe a la explosión demográfica en el hemisferio Sur. Esto no tiene que ver nada con el orden económico internacional, pero sí mucho con el impacto combinado de una tradición, religión e ideología, que en muchos países en desarrollo impiden el enlentecimiento del crecimiento vegetativo de la población.
A pesar de la explosión demográfica, la brecha de los ingresos per cápita entre los países industrializados y los en desarrollo es, en realidad, sólo la mitad de grande de lo que generalmente se afirma (6:1 en vez de 13:1). Pues en el Tercer Mundo buena parte de la producción va destinada directamente al consumo propio; es decir, no se trafica a través del mercado y, por tanto, no se registra en la contabilidad nacional. Además, el nivel de precios de los bienes y servicios de uso exclusivamente doméstico suele ser muy inferior en los países en desarrollo, lo que incide positivamente en la renta real de la población, sin que ello se refleje en el tipo de cambio al que se convierte tradicionalmente el PIB de moneda nacional a dólares.
Un grupo heterogéneo
Otro aspecto importante es el hecho de que el Tercer Mundo, económicamente hablando, no constituye un grupo homogéneo de países, como se sugiere frecuentemente en el debate público. La dispersión de los niveles de vida entre estos países es considerable, muy superior a la que existe entre los países industrializados, y en continuo aumento. Esto significa que unos países han caminado por la senda del desarrollo con mayor éxito que otros, a pesar de que para todos rige el mismo orden económico internacional. Han quedado atrasados aquellos países (sobre todo africanos) en donde ancestrales formas de sociedad, ritos religiosos, intolerancia cultural y discriminación racial han creado un clima de atonía y fatalismo, y en donde la política económica del Gobierno ha distorsionado la estructura de costes y precios y ha fomentado él consumo (sobre todo público) a expensas de la inversión productiva.
Por el contrario, han acortado distancias aquellos otros países (sobre todo asiáticos) en los que se han creado factores socioculturales propicios, tales como la motivación, iniciativa, creatividad, capacidad de trabajo y sentido de la responsabilidad de los individuos. Además, la política gubernamental aprovechó mejor las fuerzas del mercado, fomentó más el ahorro y estimuló mejor la inversión, aparte de buscar con decisión la integración de la economía nacional en la mundial. Estos países vienen a constituir el grupo de los nuevos países industrializados que en el orden económico internacional reinante saben conquistar considerables cotas en nuestros mercados y provocan una notable presión de reajuste en nuestras industrias manufactureras. A la cabeza marchan Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur, que ya no exportan únicamente productos textiles, sino que se muestran cada vez más capacitados para llevar a cabo innovaciones con bienes y servicios tecnológicamente sofisticados.
Por consiguiente, la frecuente afirmación de que el subdesarrollo económico en el Tercer Mundo es el efecto tardío de la era colonial, o se debe a un neoimperialismo por parte de las naciones avanzadas, es pura retórica. Los suizos tendrían que preguntarse el porqué son tan ricos, si no han tenido nunca colonias, y los españoles no entenderían el porqué aún se encuentran en la retaguardia de los países industrializados, a pesar del gran imperio que este país tuvo una vez. También, en el Tercer Mundo, la prosperidad de los ciudadanos depende en gran medida de la flexibilidad y eficiencia del sistema económico. Lograr esto recae en la responsabilidad del Gobierno propio, no en una nueva burocracia supranacional. Los países ricos pueden ayudar (mediante la cooperación financiera y técnica y abriendo sus mercados para las exportaciones del Tercer Mundo), pero no pueden solucionar los problemas del desarrollo.
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