Cautivos
Entonces, para él, eso estaba también en el perfume de las flores de la acacia, cuando empezaba el verano, en el aroma que llegaba hasta la ciudad en el anochecer, en el tacto de los arces, por cuya corteza pasaba la mano imaginando aquella otra piel, igual que besaba furtivamente los labios de una cabeza femenina de terracota que había en casa de su padrino preguntándose a qué sabrían las bocas de las mujeres, cuál sería el gusto de sus labios.Contemplaba las desnudeces de la maja en algún libro, imaginando el bulto vivo que el cuadro reproducía, las redondas suavidades, la espesura en los rincones, figurándose las humedades, las tersuras y morbideces. Las mujeres tenían las manos más pequeñas, otro dibujo en el contorno y alargamiento de las piernas, una singular fragilidad en los cogotes y bajo las orejas
Leía a escondidas libros que le diesen noticias del juego amoroso: aquellas actitudes bíblicas, la mano izquierda bajo la otra cabeza y la derecha abrazando la cintura, o el modo de los sacrificios que el marqués aventurero recordaba haber consagrado a Venus sobre el cuerpo ardoroso de la niña Chole.
Asumía, con una estupefacción al tiempo vibrante y atónita, el rozar de las sedas que cubrían las blancas adiposidades de las amantes referidas por la infatigable narradora: como si fuese Bagdad, la luz de la mesa del despacho paterno tenía una calidad a la vez lunar y flamígera, y acaso algún efluvio doméstico permitía evocar el espejismo de los sahumerios exóticos o el aroma de las rosas de oriente.
Buscaba en los libros datos que completasen su ensoñación, imágenes más ciertas de la sustancia intuida en el tacto y los olores de la estación y del paisaje: los leves quejidos, las risas y los murmullos en un lugar secreto. Los libros le llevaban de la mano, como la doncella Placerdemivida al caballero intrépido, en busca de más rotundo conocimiento, para culminar de una vez tan larga añoranza.
Caía a menudo en el pecado y acudía con vergüenza a confesarse con don Wenceslao el calavera, atisbando aquel gran cráneo blanco, cruzado de venas azules, que se movería hacia atrás, separadas de pronto las manos que lo sostenían en actitud de abrumada y profunda reflexión, para dejar ver el rostro anguloso, de ojos hinchados tras los gruesos cristales y la boca de labios finos y oscuros estirados sobre los grandes dientes, y prorrumpir en palabras de reproche, preámbulo de augurios de una tortura perdurable.
Mas buscaba sin tregua aquella sustancia. A veces, también en las anónimas muchachas que ocupaban los asientos inmediatos, en lo oscuro del cine: breves contactos, ciegos palpamientos que apenas iluminaban su acuciante perplejidad.
Los deseos, las nostalgias, los pecados, las confesiones, le iban arrastrando por los vericuetos de una ansiedad sobresaltada y ácida. Calmaba en ocasiones su desasosiego una visita a la capilla y contemplaba la imagen de la Virgen hasta que sus oraciones se trocaban en mensajes a un símbolo del que también parecía desprenderse, sutil, la irradiación de lo que sin duda pertenecía a la sustancia de las mujeres.
En los primeros días de aquel septiembre, la familia se trasladó la un piso más grande. La galería no se asomaba a los amplios horizontes de las antiguas eras, con la gran mole del convento recortada al fondo, sino a un panorama de ventanales y muros. La calle no terminaba en los primeros atisbos del campo, sino que se incluía en una perspectiva del todo urbana.
Vio a los vecinos muy pronto. Salía de casa cuando se encontró con ellos. El hombre era muy alto, voluminoso, moreno, con el pelo liso y untado de brillantina. Llevaba un bigote ancho, dibujado en dos largos rectángulos que formaban sobre su boca un signo circunflejo. Se puso el sombrero y se volvió para marchar, dejando ver claramente la figura de ella. Iba también de luto. Por eso, su cuello y su rostro destacaban con especial nitidez sobre su cuerpo, como lo hacían contra la penumbra del vestíbulo de la casa y frente a la luz escasa, azulada, del descansillo.
Aquella breve visión fue suficiente para darle una imagen que resumía sus ensueños: a pesar del vestido negro y de la negrura del recibidor, su cuerpo conseguía mostrar los *contornos. A la altura del cuello y de los antebrazos, los perfiles se convertían en carne verdadera, opalina. Tenía el rostro lechoso, suavemente redondeado, de labios y ojos grandes y nariz fina, y una melena corta, espesa, de cabello negro brillante.
En un instante fue capaz de contemplar todos los datos de su hermosura, sin que ella pareciese apreciar su presencia sino con una breve mirada distraída. La puerta se cerró, el hombre echó a andar escaleras abajo con zancadas que eran casi saltos atropellados, y él permaneció inmóvil en el descansillo, turbado por la visión de la mujer. Y a partir de entonces espió el paso de los vecinos, sin que su familia se apercibiese de su obsesión: vigilaba la puerta frontera a través de un resquicio de la mirilla o seguía desde las rendijas de las persianas las luces y las sombras de la otra casa, en las ventanas del patio interior. Pero apenas consiguió verla algunas veces más, del mismo modo sucinto y escaso, y sin que ella le devolviese la mirada intensa y ardorosa con que él la contemplaba.
Fue a finales de año cuando tuvo el sueño por primera vez. Se encontraba fuera de la ciudad, en uno de los paisajes del verano: el alto circo entre los montes, junto a la gran cueva, más allá de las hoces grises que van encajonando el río de aguas heladas y sonoras. Era también de noche en el sueño, pero la luna lo iluminaba todo con claridad. Él estaba de pie en el centro de la hondonada, sobre la hierba de mayo. Unos pasos delante había una construcción circular de piedra, con el techo cónico, de paja espesa. Allá arriba, donde la luna marcaba las fauces de la cueva, un gigantesco bulto, como el de un enorme animal tumbado, acaso dormido, emitía la exhalación intermitente y poderosa de una respiración. Del otro lado, tras las laderas que se inclinaban sobre los acantilados de la hoz, venía una música de flautas y tamborines y asomaba el resplandor tembloroso de las hogueras.
Comprendió que, aunque aquel paisaje era familiar, cercano al pueblo de sus abuelos, lo que estaba sucediendo allí alteraba del todo su naturaleza: la solemne cadencia de la música, impropia de cualquier romería; el gran bulto exhalante de una bestia inimaginable; la propia disposición de las estrellas, sin Camino ni Osa Mayor. Recorrió los pasos que le separaban de la construcción y, empujando la puerta de madera, penetró. Un velón iluminaba la estancia. Olía a hierbas del monte, a incienso, a flores. El suelo estaba cubierto de pieles y telas gruesas y las paredes tapizadas de grandes mantas claras, con rayas de colores azules, marrones y violetas.
No la vio en los primeros momentos, pero ella levantó la cabeza, le miró con sus grandes ojos negros, le saludó con una sonrisa. Estaba tumbada entre las pieles y los paños, al pie del gran poyo de piedra en que se posaba el velón. Era la vecina, con su hermoso rostro lechoso y sus brazos níveos que extendía en un gesto de bienvenida mientras se incorporaba y le hablaba con un susurro indescifrable. Él se aproximaba, ella se alzaba aún más y las ropas que la cubrían se deslizaron a lo largo de su cuerpo, mostrándola desnuda. Su cuerpo era también blanco y suave y solamente un adorno interrumpía la falta de vestidos: una argolla dorada, unida por una cadena también dorada a un asidero embutido entre las piedras del muro, que rodeaba el tobillo de su pierna izquierda.
Aquella noche comenzó a conocer de modo pleno la sustancia de las mujeres, cuan cálidos eran sus miembros y sus atributos, de qué modo se temblaba al compás de sus latidos. Suavidades y olores y espesuras, todo se le iba descubriendo. Al fin, muchas horas después, tras los últimos besos, ella le despidió con un murmullo en su lengua desconocida y le indicó la puerta. Amanecía. El bulto de la bestia se destacaba, grisáceo, frente a la boca de la cueva, y sus resoplidos resonaban entre las peñas.
Aspiró con gusto la frescura vegetal del alba y despertó en la cama de su casa, tan cansado realmente como si hubiese pasado en vela toda la noche entre los brazos amorosos de su vecina. Y, tras salir del despertar, y durante todo el día, permanecieron en su ánimo los sucesos de la noche con firme impresión de
Cautivos
realidad, como si no los hubiera soñado. Pero sin duda era solamente un sueño, y apartaba enérgicamente de su pensamiento la idea de que existiera en ello algún pecado que fuese necesario confesar.El sueño se repitió más veces. Por aquel paisaje iba transcurriendo el tiempo como sobre los paisajes reales. Pasó junio, y julio, y llegó el estiaje con sus noches de grandes truenos y enormes relámpagos que iluminaban la hierba reseca, el bulto de la bestia -guarecida en la cueva-, los bordes blanquecinos del acantilado. El transcurso de las estaciones no se acompasaba a lo que sucedía en el mundo de la vigilia, lo que introducía en sus jornadas contradicción permanente: así entonces era el invierno en las calles y las grandes heladas cubrían de blancura los ramajes pelados de los plátanos, los muñones de las acacias, o iluminaban el borde de las tejas y de los canalones, enalteciendo su modestia contra el cielo negruzco.
Aunque sus sueños tenían claridad de cosa vivida, nunca sospechó que hubiese en ellos otra cosa que la vehemencia de la obsesión que los motivaba, la avidez por conocer la sustancia de la mujer y el deseo que le provocaban los breves atisbos de su vecina. Sin embargo, una tarde tuvo una experiencia aturdidora. Volvía a casa. La puerta de la vecina estaba abierta y ella hablaba con el repartidor de alguna tienda, liquidaba una cuenta y se hacía cargo de varios paquetes. Él la contempló con la mirada ansiosa que intentaba recoger, en lo breve de la ocasión, su imagen exacta. Entonces ella le miró también. Aquellos ojos negros y brillantes eran los mismos ojos de su sueño y los dulces labios esbozaron la misma sonrisa con que le recibía en sus noches de amor. E intuyó que aquella mirada y aquel saludo no eran solamente un gesto de cortesía, sino que había en ambos gestos un evidente mensaje de reconocimiento.
Fue incapaz de responder. Enrojeció y se quedó rígido. El repartidor se alejaba escaleras abajo. Ella permaneció mirándole y al cabo entrecerró los ojos y los labios como en el gesto de un beso y empujó lentamente la hoja de la puerta.
Aquella noche, en su sueño, ella le recibió con alegres risas. Aunque él no comprendía el sentido de las palabras, ella hacía muecas de burla y ademanes que parecían imitar su gesto de la tarde, aturdido y sonrojado en el descansillo.
Se entregaron al amoroso encuentro de las otras noches y él sentía que todos los elementos del sueño tenían una singular apariencia de realidad, el tacto de las pieles y las mantas, la luz oscilante del velón, el cuerpo de ella, la firme cadena dorada sujeta a la arandela de la pared, la lluvia plácida que, cuando amaneció, caía sobre el collado, reverdeciendo los prados resecos y anunciando el otoño.
A partir de entonces, hizo lo posible por verla durante la vigilia, pero sus esfuerzos no tuvieron éxito. El hombre que vivía con ella -no se sabía si era su marido o su hermano-, y que solía ausentarse muchas temporadas, estaba entonces en casa.
Un día de finales de febrero -el otoño había reverdecido la hierba en las colladas de su sueño- despertó con fiebre. El médico le encontraba débil y, tras prolijos reconocimientos, descubrió inflamaciones en sus ganglios pulmonares que hacían necesario un largo período de reposo.
Desde aquel día, sus sueños amorosos no se repitieron. Había vuelto al dormir habitual, con fantasías que apenas recordaba al despertar, pero que tenían la inconfundible naturaleza de los sueños. Añoraba, con la misma emoción que lo había hecho espiar la breve contemplación de aquel rostro, de aquella figura, las noches de sus sueños anteriores. Postrado en el marasmo febril, pensaba que éste era el verdadero espacio del sueño, y que al fin habría de despertar en aquel otro lugar, en la realidad, entre los tiernos brazos de la cautiva.
Aprovechando los largos períodos de soledad, se levantaba del lecho y tornaba a aquel fanático espionaje cuya recompensa era acaso el breve y confuso atisbo del escorzo de ella tras el cristal, o la sombra de su torso contra unos visillos.
Cuando las heladas amainaban y comenzaron las prime ras lluvias primaverales, un comentario ocasional de su madre le hizo saber que el vecino se había ausentado de nuevo. Aquella misma tarde, al quedar solo, cambió el pijama por ropas de vestir, cruzó decididamente el descansillo que separaba los dos pisos y llamó a la puerta. Tardaban en abrir, pero por determinados crujidos, por los ruidos tenues que brotaban del otro lado de la hoja, supo que alguien estaba allí, contemplándole a través de la mirilla.
Al cabo, la puerta se abrió. Ante la penumbra del recibidor se marcaba el cuerpo de ella, ceñido por el habitual vestido negro .
La belleza de su piel resplandecía en los brazos, en el cuello, en el rostro. Le miró sin sorpresa, con el mismo seguro reconocimiento que aquella tarde, con la misma amorosa disposición que todas las noches. Sus labios sonrieron, extendió los brazos para cogerse de los suyos, musitó unas palabras casi inaudibles que, sin rembargo, le recordaron el misterioso idioma del sueño. Cerró la puerta a sus espaldas y la abrazó.
La abrazó con fuerza, unió su boca a la de ella y la besó con avidez. Ella tenía el mismo olor de sus sueños, un aroma a la vez fresco y un poco acre, glandular y vegetal. Sentía contra su cuerpo todos los contornos del otro cuerpo y acariciaba con su lengua la otra boca comprendiendo que estos sabores y olores y sensaciones táctiles ya los había conocido con la misma verdad.
De pronto, la puerta volvió a abrirse con estrépito. Aquel hombre estaba en el umbral, contemplándoles con mirada furiosa. El pelo engominado se alzaba como una cresta afilada y brillante. Sobre la mueca de su boca se erizaban los pelos del bigote oscuro como las placas córneas de aígún fabuloso hocico. Los ojos se le habían teñido de rojiza humedad, y de la gran boca, entre los dientes amarillos y la lengua violácea, surgía un chorro violento de palabras, ininteligibles por el enojo o por la propia naturaleza de los vocablos.
Ella le miró con aversión, gritó también palabras de insulto. Pero el hombre, cuyo cuerpo parecía haberse hecho aún más voluminoso, se abalanzó hacia ellos. Sus manos ganchudas le sujetaron con una fuerza que no pudo resistir y, arrastrándole hasta la puerta, le empujaron con violencia. Tropezó y cayó, golpeándose contra el zócalo. Quedó atontado unos instantes y luego, al sentir que la cálida viscosidad de la sangre le brotaba por los agujeros de la nariz, entró con rapidez en su propia casa. En el piso de los vecinos se oían gritos y ruido de golpes.
La fiebre le aumentó bastante. Unos días después supo que los vecinos se habían marchado. Aquella súbita partida, y las circunstancias que la rodearon, fueron la comidilla de la casa durante bastante tiempo. Al parecer, la pareja no había trasladado muebles ni enseres. El piso -que el administrador revisó para realizar los arreglos pre vios a un nuevo alquiler- esta ba apenas amueblado con unos cuantos cachivaches viejos e inservibles y algunas mantas y pellejos apolillados. Había en todos los cuartos indescriptible suciedad. Decían que había has ta huesos mondos desparrama dos por el suelo, como en el cubil de las fieras.
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