Manipula, pero con gracia
Se ha dicho, y siempre se dirá, de Eloy de la Iglesia: sus películas rara vez aburren. Hay quien, muy razonablemente, le coge ojeriza a su obra por la superficialidad con que aborda sus temas; muchas veces, grandes temas. Se le reprocha el oportunismo con que esos mismos temas son elegidos, la coyunturalidad y desfachatez de las propuestas. Los efectismos. La grandilocuencia y el tremendismo. Pero sus películas rara vez aburren.El techo de cristal es el cuarto largometraje de Eloy de la Iglesia. Antes hizo, y sin ruborizarse, una película con el castigador Legrá- También Algo amargo en la boca, donde el espectador perspicaz ya cazó las nada desdeñables mañas de un pícaro narrador de ritmo febril. El techo de cristal es su confirmación, aunque sus detractores -que no escasean precisamente- escupen veneno y, convirtiéndose en ángeles de la guarda del público, delatan los grados de manipulación a que De la Iglesia lo somete, sus dotes truculentas. Algo, por otra parte, que no va en detrimento de cualidades, pues manipulador y truculento fue Hitchcock ayer, truculento y manipulador es Spielberg hoy, y, a saber, manos maestras las ha habido pocas como ésas. La diferencia entre Eloy de la Iglesia y Hitchcock y Spielberg debería referirse, en este sentido, a la resistencia del tiempo sobre sus obras, demostrada en el autor de Vértigo, presumible en el de Tiburón, incógnita o dudosa en el de El sacerdote. Aunque ése sería un mal menor, puesto que las películas se hacen siempre pensando en el presente, pocas veces en el futuro.
El techo de cristal se emite hoy por TVE-1 a las 21
45.
El techo de cristal, pues, ya veremos hoy cómo se conserva, pero lo que es en su momento qué duda cabe que fue un respiro sano y juicioso para una cinematografía, la nuestra, muy necesitada de ellos. Una película de suspense y morbosa crueldad que pisó el acelerador más allá de donde el código de circulación de censura permitía (estamos en 1970), con un tratamiento del erotismo y el lesbianismo seudovelado (estupendas Carmen Sevilla y Patty Shepard), no por granguiñolesco menos vigoroso y sugerente. Con una sabia dramatización del terror, género de enorme éxito un año antes con La residencia, de Ibáñez Serrador. Con un gusto por lo escabroso muy particular y abundante sarcasmo en el cadáver troceado en el frigorífico. Probablemente, curados de espanto con las posteriores llegadas de Hooper, Craven, Gordon y compañía, por lo que respecta al terror, y de todas las relaciones lesbianas de profundas gargantas, el primerizo Eloy quede hoy como un juguete de la señorita Pepis de iniciación a la alcoba del pecado, pero en su año causó mucha gracia el clima del filme y dejó su estela.
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