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Más sobre autonomías y autodeterminación

El 24 de noviembre, ante el artículo Autonomías y autodeterminación, firmado por Jordi Solé Tura, me sentí alborozada: por fin una autoridad en Derecho, uno de los padres de la Constitución, aprovechando la gran tribuna que es EL PAÍS, iba a poner los puntos sobre las íes en uno de los temas cruciales de nuestro tiempo, del cual depende en gran parte la consolidación del Estado de las autonomías, al que la Constitución de 1978 abrió paso, ese nuevo modelo de Estado que marcaba el inicio de una etapa histórica esperanzadora para España y para los pueblos que la componen. A medida que lo leía, sin embargo, mi alborozo decrecía, hasta desaparecer totalmente. No porque no estuviera de acuerdo con el autor en las grandes cuestiones de fondo, sino porque la manera de presentarlas y de desarrollarlas, lejos de contribuir a su aceptación, podía, a mi juicio, espolear las actitudes que pretende combatir.La desgraciada comparación de las nacionalidades no castellanas de España con las minorías lingüísticas de Nicaragua, la descalificación de toda reivindicación del derecho de autodeterminación ahora y aquí, las consideraciones sobre tácticas de determinados partidos, en un juicio de intenciones a mi entender gratuito y fuera de lugar, etcétera, son elementos de ese artículo más idóneos para provocar reacciones hostiles que para conseguir las adhesiones buscadas.

Por un capricho de la suerte, mientras leía ese texto en el aeropuerto de Palma de Mallorca, me ocurrió lo siguiente: al pedir a un camarero en catalán un trozo de tortilla, me contestó en tono insolente: "Hábleme en castellano, que no la entiendo"; quiero esto, le dije en catalán, señalando la tortilla. "Si no me lo dice en castellano, no la entiendo", fue la respuesta. Entonces le dije, con toda calma, que prefería que me sirviera alguien que sí me entendiera, y él, demostrando haber entendido perfectamente, se alejó de inmediato, y le oí decir en tono furioso a un compañero: "¡No quiere hablar castellano!".

Me pareció inútil explicarle que se equivocaba, que mi actitud no se debía a que no quería hablar castellano, sino a que quería hablar mi lengua, en mi tierra, donde es tan oficial como el castellano, y que quien no quería, no ya hablar, sino oír hablar catalán era él; de manera que pedí y obtuve de otro camarero lo que deseaba y di el asunto por zanjado. Pero decidí pedir hospitalidad a EL PAÍS para exponer una serie de consideraciones sobre autonomías y autodeterminación, que me parecen obvias, pero que resulta indispensable explicar para que se entiendan hechos y actitudes muy extendidos hoy día y se pueda intentar encontrarles solución. Son las siguientes:

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1. El derecho de autodeterminación, como muy bien dice Solé Tura, es un gran derecho democrático. Y es, además, un derecho esencial de los pueblos: todo pueblo con personalidad propia tiene por naturaleza ese derecho.

2. España se compone de pueblos diversos, con personalidad propia, y así lo reconoce la Constitución; que en ella se hable de nacionalidades y no de naciones es más una cuestión política que terminológica: era muy difícil pasar, por consenso democrático, del concepto de un Estado centralista uniforme al reconocimiento de un Estado plurinacional, y si el término nacionalidad era más útil que el de nación para conseguir ese consenso, bien venido el término, pero las nacionalidades de España -incluida, por supuesto, la castellana- son pueblos con personalidad propia y con derecho natural a la autodeterminación.

3. Ese derecho no se ejerce todos los días ni todas las décadas. En momentos cruciales de su historia, un pueblo lo ejerce para decidir si quiere continuar formando parte de la estructura política en que está inserto o separarse de ella para constituirse en pueblo independiente o para convenir con otros pueblos una nueva estructura.

Un referéndum de autodeterminación se convoca para que un pueblo decida sobre su futuro. Es simplista considerar que el resultado de la consulta es siempre la independencia (hace pocos años, el pueblo de Quebec, en un referéndum del que muchos, dentro y fuera del país, esperaban la separación, dio como resultado la voluntad colectiva de permanencia en Canadá). Cuando un Gobierno lo convoca, tanto puede hacerlo con vistas a que el pueblo decida separarse del conjunto como a que manifieste rotundamente su voluntad de no hacerlo.

Yo creo firmemente que si el año 1977, previamente a la redacción de la Constitución, se hubiera convocado un referéndum de autodeterminación en los distintos pueblos de España, el resultado habría sido claramente favorable a la búsqueda de un marco común de convivencia. Prueba de ello puede ser que en Cataluña, en las elecciones autonómicas de 1980, el único partido que se presentaba como independentista ante el electorado no obtuvo ni un solo diputado. Y estoy segura de que también ahora el resultado sería contrario a la separación, si bien el número de partidarios del sí sería más elevado que entonces.

4. Un pueblo no renuncia nunca a su derecho a la autodeterminación, ya que hacerlo equivaldría a renunciar a su propia identidad.

Los catalanes -pero también los otros pueblos de España, incluido el castellano-, al aceptar en referéndum la Constitución española, no renunciaban a su derecho a la autodeterminación. Al contrario: en cierta manera la ejercían, ya que aceptaban organizarse en un nuevo Estado de las autonomías, en fórmula intermedia entre el Estado centralizado y el federal, en el que cada pueblo pudiera autogobernarse en su propio territorio.

5. Es evidente que la reivindicación o no del ejercicio del derecho a la autodeterminación dependerá del grado de auténtico autogobierno que alcancen los pueblos en el marco constitucional vigente. Y ese grado no será satisfactorio mientras las competencias exclusivas que la Constitución reconoce a las autonomías (en cultura, por ejemplo) no puedan ser ejercidas con toda libertad, sin interferencias del Gobierno central, o mientras sea la Administración del Estado quien recaude los impuestos, y las partidas de su presupuesto destinadas a las autonomías representen un porcentaje ridículo que haya que obtener con duros mercadeos, o mientras los medios institucionales de comunicación de las comunidades autónomas sean obstaculizados por los del Estado, etcétera.

6. El innegable aumento del independentismo en Cataluña -que, sin embargo, sólo es asumido actualmente por un porcentaje insignificante de la población- se debe a un creciente descontento general por la forma restrictiva en que se aplica, en muchos casos, un marco legal que, correctamente aplicado, es aceptado por la gran mayoría.

En esta situación, las declaraciones de varios partidos catalanes en el sentido de no renunciar al derecho de autodeterminación, lejos de significar un impulso al independentismo, sirven para frenarlo, ya que tranquilizan a la ciudadanía sobre su disposición a defender, si es preciso, ese derecho irrenunciable, y por otra parte le reiteran su fe en la posibilidad de fibre convivencia de los pueblos de España en el marco del Estado de las autonomías.

7. La mejor manera de defender ese marco no consiste en desautorizar a quienes reclaman el derecho de autodeterminación, ni mucho menos en negarlo, sino en trabajar seriamente para hacer innecesario su ejercicio.

Son las actitudes de colonizador las que hay que combatir: la del camarero del bar del aeropuerto de Palma, por ejemplo, o las que inspiran los recursos de inconstitucionalidad contra leyes autonómicas indispensables para la recta aplicación de los estatutos de autonomía (que son leyes orgánicas del Estado), o sentencias aberrantes que impiden el uso de una lengua oficial en una universidad que la tiene como propia.

Últimamente se están dando pasos importantes para mejorar el grado de autogobierno de las comunidades autónomas: los acuerdos sobre financiación autonómica o la actual negociación entre el Gobierno de Cataluña y el del Estado para que éste asuma su responsabilidad en los costes de competencias transferidas sin presupuesto (como las de normalización lingüística, sin la cual no puede hablarse de auténtico autogobierno) son realidades que parecen abrir una nueva etapa en las relaciones entre los pueblos de España. Las conclusiones del II Congreso de la Lengua Catalana, que ahora hay que ir poniendo en práctica, están orientadas en la misma dirección.

Trabajemos todos con ilusión para acrecentar el grado de autonomía de cada pueblo hasta abarcar todo el espacio que la Constitución y los estatutos permiten, y para hacer desaparecer los recelos e incomprensiones que son residuos de un centralismo opresor. Si lo logramos, dejará de ser necesario recordar la existencia del derecho de autodeterminación, al que ningún pueblo debe renunciar.

Aina Moll es directora general de Política Lingüística del Departamento de Cultura de la Generalitat de Cataluña.

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