Europa, marea baja
Hace 30 años, cuando no sabíamos que las multinacionales serían nuestras inseparables buenas / malas compañías, oímos con escándalo que "what is good for General Motors is good for the USA". Con el tiempo la expresión ha ido trivializándose a medida que se multiplicaban sus usos y destinos empresariales-nacionales: Renault, con Francia; Mitsubishi, con Japón, y un largo etcétera.Poco antes del verano un gran industrial europeo, en una de esas fiestas que desde el banquete de Platón han hecho del Mediterráneo la cuna del ingenio y de la convivencia, nos decía de modo cordial y provocativo: "Les invito a brindar por mi holding, porque lo que es bueno para ella es bueno para el mundo. Y digo el mundo porque Europa, económicamente, es un espacio que se nos ha quedado pequeño".
Esta descalificación del Mercado Común, al que los españoles acabamos de apostar, hecha por uno de esos hombres de empresa al que los políticos europeos -liberales y socialistas- han concedido la condición de protagonistas principales de nuestra sociedad, es, vista desde Madrid, o desde Estrasburgo, cuando menos desconcertante.
En una encuesta reciente realizada en los países comunitarios se les preguntaba a nuestros conciudadanos europeos cuál era, a finales del siglo XX, la clave del progreso social y qué área geográfica o nacional lo representaba de forma más eminente. Ciencia y técnica en su versión nipoamericana aparecían como la solución mágica y unánime. Obviamente, Europa no formaba parte de ese futuro.
Hace unas semanas, una revista francesa proponía a sus lectores menores de 25 años una serie de adjetivos para expresar su opinión sobre Europa. El calificativo de ringarde -carroza en cheli madrileño- obtuvo una vastísima y desconsoladora mayoría. Europa es su diversidad; sin ella pierde su razón de ser. La planetarización de las transformaciones tecnológicas, la mundialización de la vida económica y de las estrategias geopolíticas, la masificación de los procesos y de los comportamientos sociales, cuestionan de forma radical la persistencia de lo diferente, de lo local, de lo múltiple. Esta invasión de lo local y propio por lo global y masivo parece irresistible.
Nuestra evocación del espacio cultural y científico europeo es cada vez más una invocación que se satisface a sí misma, una coartada que se brinda a la política de campanario y a la inacción. Prescindiendo de algunas esforzadas iniciativas -entre las que no quiero olvidar las de la casa para la que trabajo: defensa del patrimonio cultural, promoción de la enseñanza de lenguas, coordinación de los estudios de tercer ciclo, itinerarios culturales, etcétera- y de los brillantes programas comunitarios Esprit, Brite y Fast, el panorama es desalentador. Un doctor de Cambridge, de Upsala o de la Sorbona acabará perdiendo su alma científica en el laberinto burocrático de las convalidaciones europeas, y un licenciado español en Germánicas por Friburgo tendrá que renunciar, agotados su tiempo y paciencia, al reconocimiento de su título por la Administración española. Los bancos de datos de los centros de investigación europeos siguen, con las excepciones que confirman la regla, en la más hermética incomunicación. El proceso informatizador de muchas bibliotecas está radicalizando su aislamiento y descoordinación.
La historia ideológica de Europa es la historia de una bipolaridad antagónica y complementaria entre individuo y comunidad. Su relación apasionada y tumultuosa ha tenido en el difícil binomio europeo solidaridad-conflicto su formalización más permanente.
Hoy la radicalización del individualismo economicista que nos viene del otro lado del Atlántico ha cancelado el binomio, ha decretado la perversidad del polo comunitario y ha propuesto su sustitución por una de sus más mostrencas versiones: el corporativismo. El individuo ya no se asocia a otros individuos para afirmar y realizar con ellos lo que todos tienen en común, sino que se sirve de ellos para defender lo que es sólo de él.
Europa es la memoria de su futuro. Sin el patrimonio de obras, experiencias, saberes y prácticas que los hacen ser, el homo europeus no existe. Por eso el exterminio del pasado, el primado absoluto de lo actual, la veloz obsolescencia de los productos, la condición efímera de los procesos, la hipervaloración de lo inmediato, la confusión de los espacios, la abolición de la dimensión temporal, característicos de una cierta contemporaneidad que la sociedad mediática ha llevado a su paroxismo, suponen obstáculos importantes para la realización de lo europeo.
Una manía
El europeísmo hace estragos entre los intelectuales de este continente. No es una moda, es una manía. Culpables de la falta de respuesta a la crisis, mudos de teorías, átonos (de modelos, acostumbrados a la autoabsolución mediante la victimización que produce la autocrítica, quieren exorcizar su responsabilidad y sobre todo su miedo -esa petite peur del siglo XX que nos anunciaba Mounier en 1947- exorcizando al gran culpable, Europa. Baudrillard, uno de sus más fervientes portavoces, que ha hecho de la apocalipsis verbal el soporte de su reflexión teórica y de su éxito editorial, predicaba en Madrid, hace un año, la implosión de Europa, debatiéndose "entre un pasado inexistente y un futuro imposible". Conjugando dos masoquismos, el personal y el europeo, nos habló de la cultura de Europa como de una cultura de la tercera edad. El euromasoquismo de nuestros intelectuales parece no encontrar salvación más que en la huida. California como destino es desde hace 20 años su grito primal. Baudrillard acaba de proferirlo.
En estas circunstancias, ¿cómo extrañarnos de que Europa esté en la antimoda y de que los europeos se vean como definitivos perdedores? Pero ¿tienen razón?, ¿con tanta prisa quieren enterrarnos? ¿Acaso no existen otros datos en los que apoyar una hipótesis diferente?
Pienso que sí, pues frente a la desagregación comunitaria y a la atonía individual, comienza a emerger una voluntad común, difusa pero enérgica, para la que ciencia y técnica son indisociables de los fines de las sociedades que los producen y de los cumplimientos de los ciudadanos europeos que las utilizan.
Las posibilidades de cambio y de progreso de los pueblos de Europa dependen mucho más de nuestra capacidad para utilizar de forma pertinente e innovadora el arsenal científico y técnico de que ya disponemos que de su ritmo de crecimiento. En una perspectiva europea, modernidad e innovación no están sólo en manos de los políticos, investigadores y tecnólogos, sino también, y quizá principalmente, de los usuarios y de los ciudadanos. La apropiación personalizada y la experimentación social de los desarrollos tecnocientíficos son dimensiones dominantes.
La exaltación del individualismo radical encuentra, de forma aparentemente paradójica, su expresión más acabada en la reiteración sin fin, de individuo en individuo, de los mismos contenidos de vida y de las mismas prácticas sociales. Frente a esta individualización de masa comienzan a multiplicarse en Europa las redes de personas y grupos que de manera informal, espontánea y voluntarista están recuperando los espacios de la solidaridad y de la creación comunitaria.
Una búsqueda cada vez más general, intensa y afirmada hace esperar que, como decía hace unos días Raimundo Panikkar en Luxemburgo, a la schole griega, al otium cum dignitate latino, a la beatitud cristiana, a la delectatio humanista, a l'honnête homme del siglo XVII, a la aufklaerung, al Estado de derecho, a la sociedad de bienestar, vengan pronto a añadirse otras grandes creaciones culturales europeas.
Para acelerar ese surgimiento es imperativo que Europa, agotada su vocación de imperio, se vea como es: el mayor espacio posindustrial contemporáneo. Pero un espacio abierto cuya función esencial es la de establecer puentes de comunicación entre las grandes áreas enfrentadas: Norte-Sur, Este-Oeste. Y que los europeos, perdida la vergüenza de sus señas de identidad y curados de pragmatismos a corto plazo, asuman, sin temblores ni ufanías, el papel de mediadores y mayeutas que hoy les corresponde. Para que suba la marea.
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