Manhattan español
Si Colón hubiera partido peras con la esperanza y no se hubiera dejado ganar por los recelos de la tripulación, ¡qué diferente sería hoy la estrella y el sino de Nueva York! Navegando a toda vela por la calle de enmedio, al hilo de su ensueño, hubiera agarrado puerto en Manhattan. En línea recta desde las Canarias, el genial judío de Génova, vergas en alto, iba derechito hacia la Urbe, con U mayúscula, cuando la marinería encrespada -¡hombres de poca fe!- le obligó a corregir el rumbo para tocar tierra a remo y vela, y a espetaperro, en las Bahamas.¡Nueva York español! La primera tierra americana pisada por el descubridor hubiera tenido como alcalde a don Diego de Silva, el hijo del primer novelista de lengua española, mi maestro y el de Cervantes: Feliciano de Silva. Pero don Diego hubo de conformarse ciñéndose a los remolinos y saltos de campana de la historia, que tan pocas veces hace tranquilos caracoles con el municipio de Cuzco.
Nueva York debería llamarse, pues, en honor de la cuna que vio nacer a los De Silva, Nueva Ciudad Rodrigo o Nueva Miróbriga. Don Diego de Silva hubiera cumplido su misión con la clarividencia que mostró en Perú, y en vez de apadrinar y proteger al inca Garcilaso de la Vega hubiera dado el brazo al tatarabuelo del indio Jerónimo, y al punto redactaría sus Comentarios reales. La primera emigración judía hubiera sido de conversos españoles, de caballeros andantes, de lectores apasionados de las novelas de caballería escritas en Ciudad Rodrigo (Los Amadises, los Palmerines). Iluminados por una fe capaz de hacer temblar las cordilleras, hubieran tirado de la manta y descubierto Pensilvania, Wisconsin o Michigan, que hoy llevarían nombre de la fabulosa geografía de las motejadas novelas como Patagonia, California o Florida.
Por todo esto, Nueva York es hoy la ciudad del mundo que más se parece a la Ciudad Rodrigo de los años cuarenta; sólo le faltan las murallas. Son dos ciudades del mismo paño, y los puestos y tenderetes de Canal Street nada tienen que envidiar al mercado de los martes de Ciudad Rodrigo. Nueva York es la metrópoli brutal y enternecedora, brusca y sentimental como una Ciudad Rodrigo sin
pedreas, sin encierros, sin entierros de la sardina, sin carnavales, sin gigantes y cabezudos pero con el infierno bajo el asfalto como calderas de Pedro Botero y el cielo entre las agujas de los rascacielos como castillos en el aire de un paraíso de alquimistas.
Ciudad Rodrigo, como Nueva York, cuanto más se las visita menos se las conoce, y cuanto más se vive en ellas más sorprenden, asombran y desconciertan. Mi primer viaje a esta isla lo hice como estaba escrito en el poema heroico de la historia: en navío de alto bordo. Cuán escandaloso hubiera sido que abordara esta tierra por vez primera transbordado por un pajarraco metálico de mal agüero, con pico de hélice. Una mañana del mes de octubre de 1959 vi, como hijo del agua, cual grumete de la Santa María, aparecer en el horizonte tierras americanas.
No vine a Nueva York como mandatario plenipotenciario de Isabel la Católica, sino como representante de las letras hispanas. Por pura aberración se me otorgó esta tan inmerecida encomienda, que rebasaba con mucho mis muy menguados merecimientos. Los otros cinco representantes estuvieron a la altura de las circunstancias, y muy especialmente Ítalo Calvino, echando sobre sus entonces jovencísimas espaldas el peso de la cultura italiana, y Gunter Grass, el de la alemana. Más que de testaferro literario, yo vine a Nueva York, por vez primera en 1959, con el antojo de hallar la Fuente de la Juventud, quemazón y golosina que ya sirvió de acicate a Ponce de León, tras leer las novelas mirobrigenses, para descubrir la Florida a paso de carga y sin más ayuda que la de su estoque y su puñal de misericordia. Muchas serían las decepciones que durante años provocaría tamaña insensatez... Tantas como arrugas han subrayado con penas mi frente.
La Rueda de la Fortuna, en esta ocasión, ha combinado dos lances que se celebraron ayer y hoy y que nadie puede imaginar, que son fruto de la coincidencia. Para celebrar el XXV aniversario de la Mama, el más quijotesco teatro de Nueva York, ainda del más remozador, eligió mi obra El arquitecto y el emperador de Asiria (hijos y nietos de los De Silva). Ayer, 19, se celebró
el estreno triunfal gracias a la fulgente dirección de Tom O'Horgan. Sacando limpio el caballo, ha cosechado laureles y se ha llevado la palma con las seis columnas que dedica al espectáculo el The New York Times. Por su parte, INTAR, el ardiente y dinámico teatro de la calle 42, erigido de la nada por maestros de obras con sangre de conquistadores hace cuatro lustros, celebra con legítimo orgullo y rumbo su XX aniversario.
Para esta ocasión me pidieron que escribiera y dirigiera una obra. Compuse para ellos un Misterio extraído directamente de la alquimia, es decir, del Manhattan español: Red Madona. Esta noche tendrá lugar el estreno... Acabamos de darnos cuenta de que hoy es el 20 de noviembre, día en que pasó a mejor vida el destinatario de una de mis más largas y sentidas epístolas. Para colmo, la heroína de Red Madona nació en El Ferrol, puesto que es la madre de la superdotada Hildegart, sublime adepta de la quintaesencia y del oro potable que buscaron aquellos Pizarros del siglo XVI.
Tom O'Horgan ha recreado la fabulosa isla de Manhattan Ciudad Rodrigo con que soñaron los españolitos de la leyenda americana en el gigantesco castillo de la Mama. En INTAR hemos extraído de la materia blanca y virginal como el mercurio las cristalizaciones rojas del azufre, por eso la obra se llama Red Madona: La virgen roja. Los vítores y clamores que acompañaron los primeros ensayos públicos de este Misterio me imaginé que viajaban en el tiempo, arrastrados por la panacea universal para ir a celebrar aquel primer periplo de los caballeros andantes y de los conquistadores, mis legendarios cicerones.
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