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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Apatia parlamentaria

LOS PRINCIPIOS y valores de la democracia han entrado a formar parte de los hábitos de la mayoría de los ciudadanos. Pero el asentamiento en términos generales del régimen parlamentario no ha impedido la aparición de un sordo movimiento de protesta contra el sistema representativo, acusado de ineficacia y hasta de inutilidad por sectores, especialmente juveniles, que sin embargo no podrían ser identificados con ideologías antidemocráticas. El primer efecto es la crisis de participación popular, que se manifiesta en el bajísimo nivel de afiliación a partidos y sindicatos.Esa desconfianza es en parte efecto de la existencia de obstáculos objetivos que impiden a la democracia desplegar sus potencialidades. Así, las limitaciones de hecho que las relaciones internacionales imponen a la soberanía de los Estados, tanto en el orden político como en el económico o el militar, sustrayendo al Parlamento una parte sustancial de sus funciones como expresión de la voluntad popular. O también la creciente complejidad técnica de los problemas a que ha de hacer frente la Administración pública, lo que impide en la práctica realizar la aspiración democrática a que todos puedan decidir sobre todo.

Pero junto a esos factores existen otros, más contingentes, que contradicen las bases en que se asienta el sistema representativo. Tal es el caso del creciente protagonismo adquirido por los pactos extraparlamentarios entre grupos de interés -patronales y sindicatos de trabajadores, por ejemplo-, en perjuicio del papel de las Cámaras como órganos de representación del conjunto de la sociedad.Pero, sobre todo, el principio de representación en que se asienta el régimen parlamentario puede entrar en crisis por la propia práctica parlamentaria, viciada por una serie de usos cuya lógica última es la de convertir la responsabilidad de los representantes de la voluntad popular ante sus electores en responsabilidad ante los aparatos de los partidos. Tanto el reglamento de Cortes como la ley electoral parecen expresamente concebidos para transformar a los diputados en meros ejecutores de las órdenes de voto emanadas de los estados mayores de los partidos. La sensación de que todo está decidido de antemano con que muchos ciudadanos asisten a los debates parlamentarios se apoya en el casi nulo margen que el propio reglamento de las Cámaras concede a las minorías para tomar iniciativas con posibilidades de fructificar y en la imposibilidad práctica de disidencia dentro de cada grupo.

Cualquier alternativa al sistema parlamentario, desde el régimen de consejos al de representación corporativa, pasando por el asamblearismo, no sólo no corrige estas deficiencias, sino que las agrava. Pero aceptar que la democracia implica la convivencia con la imperfección no significa renunciar a las reformas necesarias de nuestras leyes. La Constitución consagra ya un principio de desviación respecto al criterio de igualdad del sufragio al establecer como circunscripción electoral a la provincia. Esa desviación se ve agravada con la legislación electoral, en virtud de la cual la ley D'Hont actúa, especialmente en las provincias menos pobladas, como un corrector decisivo del principio de representación proporciona¡. El debate sobre si conviene o no mantener dicha regla para evitar un exceso de dispersión sigue abierto. Pero lo que resulta inadmisible es que la ley actual mantenga el principio de las listas cerradas y bloqueadas, lo que impide al elector hacer su propia candidatura tachando nombres o añadiendo otros de listas diferentes.Ese sistema refuerza el papel de las direcciones de los partidos, que, sabedoras de que sus listas han de ser aceptadas o rechazadas en bloque, mantiene sobre los electos una permanente espada de Damocles: si no demuestran una lealtad sin tacha no figurarán en las listas de las elecciones siguientes, cualquiera que sea la opinión de los electores.La llamada atonía parlamentaria y sus efectos sobre la opinión pública no son consecuencias derivadas del sistema representativo como tal, sino de la forma interesada con que los partidos han interpretado los principios constitucionales. Es urgente, tras casi una década de experiencia parlamentaria, adelantarse por una vez a los acontecimientos e intentar revitalizar la vida parlamentaria antes de que la deserción de la política por parte de los ciudadanos, especialmente los más jóvenes contribuya a la deslegitimación moral del sistema. La reforma del actual reglamento de las Cortes -especialmente inadecuado ahora con el atiborramiento del Grupo Mixto- y de la ley electoral servirían para evitar un mayor deterioro del prestigio de la representación política en nuestra democracia.

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