El solitario de Raxoi
Como a veces sucede en las novelas policiacas, el colmo de un personaje que sufra manía persecutoria es que efectivamente le persigan. La noche de autos, en el desolado palacio de Raxoi, el presidente Albor sólo podía contar de entre sus fieles con dos miembros de su propio equipo directivo: su primo y su yerno. El Gabinete había dimitido en bloque y los subalternos se miraban estupefactos ante tanta movida por los pulcros salones neoclásicos. Días atrás, en el Parlamento autónomo, fotógrafos y cámaras de televisión habían retratado a un hombre solitario apoyando el mentón sobre los brazos cruzados, con los escaños de su grupo vacíos a la espalda y mirando, ausente, al infinito.O quizá lo que aquel hombre miraba era al pasado. Su actriz preferida era Greta Garbo, aquella que se fue en pleno esplendor, y Churchill, el de sangre, sudor y lágrimas, su político admirado. En su soledad, ajeno a la tribuna en que le interpelaban duramente, quizá recordaba los días de vino y rosas. La fulgurante victoria electoral de aquel otro otoño de 1981. Como un pasado de galáctico galleguismo y escarceos democristianos, el doctor cirujano Gerardo Fernández Albor había entrado en la política activa por la puerta grande: la del palacio presidencial. La escritora María Victoria Fernández España y el periodista Augusto Assía, otrora alguaciles de Alianza Popular en Galicia, le convencieron, en una sobremesa de paz bucólica, para que encabezase como independiente la candidatura de Coalición Popular. En la presidencia preautonómica, a Albor le había precedido otro médico, José Quiroga, capaz de poner en duda el curso del Amazonas en caso de que UCD no ganase la contienda. El magno río siguió su ruta milenaria, pero José Q. sufrió una estrepitosa derrota. Una mayoría social gallega, despolitizada y, por tanto, matizadamente conservadora, optó por aquel hombre que compartía cartel con Fraga, pero que hacía gala de su independencia, y con intachable marca de hombre de bien, padrazo de familia numerosa y, por si fuera poco, con aspecto de "no ser político".
En el fondo, a su manera, no andaban descaminados los electores. Albor puede ser una buena persona, pero no es un gobernante. Desde hace tiempo, esto era un secreto a voces en sus propias filas, pero en Galicia sucede que no suenan los tambores hasta que el olor a quemado resulta insoportable. Todo fue bien mientras la autonomía tomaba cuerpo en el orden simbólico. Albor fue de feria en feria de la fiesta de exaltación del ribeiro a la del pimiento de Padrón. Pero la buena estrella le abandonaba en el puente de mando. Allí, al timón, en el arte efectivo de gobierno, tenía que marcar rumbo el segundo de a bordo, el vicepresidente Xosé Luis Barreiro, el otro gran protagonista de esta crisis tan insólita como exótica, porque no deben abundar los precedentes de un Gobierno que dimite: en pleno porque no lo hace su presidente. Una vez más, las ciencias políticas pierden su lógica racional más allá del río Miño.
Pese a servir de joven en aviación, Albor no supo conducir ese cambio vertiginoso de dimensión a que obliga el paso del plano representativo al ejecutivo. En una segunda legislatura, nadie iba a condescender con discursos exculpativos. Más de una vez, ante colectivos profesionales, el doctor presidente contaba cándidamente la anécdota de un médico que atendía a un enfermo incurable. La historia terminaba con una estremecedora moraleja política: "La Xunta no tiene medios para ayudaros, pero yo, como el médico al enfermo, os tiendo la mano". Sin duda, Albor sufría cuando las circunstancias le obligaban a bajar del orden simbólico. Sufría en su despacho. Sufría en el Parlamento. Se desencajaba cuando un portavoz opositor le comparaba con la figura de la "reina madre". La última historia que le contaron desde la tribuna, desarropado y solitario en su escaño, fue un cuento infantil: el del emperador desnudo de Andersen. Con esta nubosidad reinante parecía inevitable el estallido de la crisis. Pero con esta crisis tan anunciada parecía suceder lo que con otras: que se convierten en modo de vivir porque a nadie le interesa que estallen realmente. Pero, hace ahora una semana, el presidente de los empresarios gallegos fue mucho menos metafórico y no se recató, en un acto en principio protocolario, de calificar de "filosófico, épico y vago" el discurso que acababa de pronunciar Albor.
La ortodoxia desconfía
El hombre otrora fachendoso de su condición de independiente galleguista se sienta hoy día a la derecha de Fraga. El respaldo del líder de Alianza Popular -con Romay Beccaría, antiguo vicepresidente y rival de Barreiro, como puente- fue decisivo en la resolución del dramático pulso que durante nueve horas se libró en Raxoi el pasado jueves. La ortodoxia aliancista parece desconfiar en el fondo de ese hombre treintañero, de barba descuidada, hijo de un humilde cartero de Soutelo de Montes, ex seminarista, hecho a sí mismo, hábil y ambicioso, con un presunto pasado de universitario izquierdista, llamado Xosé Luis Barreiro. Sus enemigos no se cansan de recordar que Barreiro se incorporó como técnico a Alianza Popular en 1977, gracias a un anuncio de Prensa. Todo había ido aparentemente bien hasta que el reparto de papeles se hizo insostenible y Barreiro dejó de apagar fuegos. A partir de entonces, el autismo político de Albor se hizo más patente hasta llegar el día del patético relato del emperador desnudo.
La política gallega, pese a estar hegemonizada por partidos de ámbito estatal, tiene su propia dinámica. A nadie se le escapa que el de la Xunta es un poder relativamente tutelado, en cierta medida delegado, pero la correa de transmisión puede también actuar decisivamente en sentido inverso. Para el futuro de Fraga, el caso Verstrynge puede ser un juego de niños al lado de la posible trascendencia de la crisis gallega.
La trama está tan liada que los propios actores se mueven arrastrando perplejidad. Otro rasgo peculiar de esta crisis es que la posible alternativa se quemó antes que el Gobierno. El pacto de progreso, intentado entre socialistas y nacionalistas durante el accidentado proceso de investidura, acabó desvencijando a la teórica bisagra, y Coalición Galega está ahora dividida en dos grupos irreconciliables. Pueden pasar muchas cosas. Que Albor encuentre apoyos para un nuevo Gobierno. Que las fuerzas de centroderecha se reagrupen en torno a Barreiro u otra personalidad. Que se ensaye una fórmula a la italiana, de pentapartido, retomando el programa de progreso. O que se vuelva a empezar por las urnas. Eso sí, con una Administración semiparalizada y un país perplejo.
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