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Italianos y españoles

Yendo de Torija a Brihuega por la carretera de Guadalajara, se llega a uno de los tramos más sangrientos de nuestra guerra. En él hubo bajas de unos y otros y combates duros como pocos. Allá conocí a un italiano que, caído herido cerca, le llevaron desde aquel lugar a Sigüenza. Tanto le gustó la villa que a punto estuvo de casarse en ella.Al cabo de algún tiempo volvió a su país con la intención de poner un negocio, mas las cosas no debieron irle demasiado bien y fue preciso que su mujer trabajara, en el oficio más antiguo de la Tierra.

Fue allí en Brihuega donde sucedió el famoso lance de las tinas, en el que los camisas negras, huyendo de quienes les perseguían, se metieron en ellas buscando ocultarse. Mas a buen seguro no habían previsto que los moros, como entonces se les llamaba, eran gente lista que adivinó la estratagema. Calaron bayonetas y, metiéndolas por las bocas, causaron tantas bajas como hijos del Duce se metieron en ellas. Fue aquélla una de las peleas más feroces de la guerra. Allí sonaron el sordo rugir de los cañones y los gritos de los que, queriendo salvar la piel, no podían, sin embargo, hacer otra cosa que dejarse matar.

Tal sucedió muchas veces a lo largo de la historia, desde los Borbones y sus primos, los Austrias, siempre en perpetuo batallar. El italiano no olvidó aquel lugar ni a la muchacha con la que estuvo a punto de casarse y que a la postre se hizo monja cuando, una vez la guerra concluida, el italiano desapareció sin que nunca en la vida le volviera a ver. Fue como tantas otras, tiempo antes, como la Dama de Arintero, allá en León, en su prisión batida por el Cierzo, escuchando los lamentos del padre por no tener hijo varón que fuera a la guerra. O como aquella que fue alférez, que acabó muerta en las Indias y de la que no se supo nunca el nombre ni dónde se halla enterrada. Tiempo después armas y letras se funden en nuestro Garcilaso, que, si por una parte maneja la pluma, por otra toma las armas, como los hombres del Renacimiento. Con gran atractivo, como ningún español de su tiempo, universal, abierto a todas las inquietudes, vivió una corta vida llena de amores y heroísmo, de creación intensa, de acción real e idealismo mágico. No en balde ha dicho Alberti de él:

"Si Garcilaso volviera, / yo sería su escudero. / Qué gran caballero era".

Gran poeta debió ser nuestro Garcilaso, poco amigo de lo divino, es decir, de Dios, que le deja indiferente. No se puede decir de él que no tomara parte en los momentos cruciales de su tiempo. Se comprometió inaugurando una nueva sensibilidad poética capaz de crear palabras como aquella de libertad.

La verdad es que las historias de españoles e italianos siempre corrieron juntas, a lo largo de siglos, hasta hoy. Nos tratan como a hermanos menores, con la actitud del que está de vuelta de la mayoría de las cosas. No van a sorprenderse ahora. Hasta cierto punto no les alta la razón, sólo es preciso recordar nombres como Carrá, Morandi o Marinetti, Rossellini o Fellini, sólo echar un vistazo atrás es suficiente. Todo vino de allí: moda, poesía, política, cine; llegó algo tarde, es cierto, mas sin perder por ello validez. Estos vasos comunicantes culturales nacieron más o menos en el Renacimiento y duran todavía. Hermanos en la sangre, también lo hemos sido en las letras; escritores que fueron o son aún Pavese, Moravia o Pasolini, lo mejor tras la segunda guerra que asoló Europa. Es cierto que, dejando a un lado el caso del cine, la historia no se repite; no se sabe qué nos traerá el porvenir, pero de todos modos, ahora que se cumplen 450 años de la muerte de Garcilaso, no estaría de más recordarlo de algún modo, puesto que de bien nacidos es reconocer de dónde se viene y qué se es, una amistad que nadie será capaz de borrar, tal vez porque siempre fue brillante y provechosa.

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