De todo
Hace años, no tantos años, se esperaban a veces las estaciones vinculadas a los frutos de la tierra: había un tiempo para los guisantes y otro para las berenjenas, un tiempo para las naranjas y otro para los melocotones de agua, un tiempo para las fresas y otro para los palosantos. En la primavera se ahoraba la cereza o el melocotón porque ya eran presentidos por el paladar ahíto de naranjas. Amelonado y bien amelonado el espíritu en agosto, pedía uva a gritos, y en general frutos de otoño e invierno, introvertidos y, por qué no decirlo, algo tristes.Nada queda de aquellos referentes frutales de antaño. El otro día, en un reputado supermercado, una aceitosa melancolía me entró por los ojos y se apoderó de mi cuerpo detenido ante alacenas refrigeradas repletas de todos los frutos de la tierra, aquí, ahora, siempre. Ahí estaban los melocotones de Calanda, lo único estacional, veranillo de San Martín de las frutas de oro. Pero junto a tan puntual fruta, ciruelas y mangos, cerezas de no sé dónde y kiwis galaico-neozelandeses, melones de riguroso agosto y uvas italianas sin pepitas y próximamente, ya lo verán, sin pellejo. Incluso las setas, antaño regidas por duras y a la vez caprichosas reglas de sol y lluvia, salen hoy de las granjas en formación de cadena de producción, como si fueran blandos tornillos de un sueño superrealista urdido a medias por Charlot y Walt Disney.
Tan melancólico quedé que, urgido mi intelecto a dedicar esta columna al dulce Barrionuevo, se ha interpuesto la añoranza no de aquellos tiempos en los que había poco y a veces, sino de los tiempos normales en los que la naturaleza paría con el culo al aire y no bajo paraguas de plástico.
No seré yo quien discuta la socialización proteínica del pollo cautivo y desarmado, pero sí discuto el insípido despilfarro que representa la desaparición de las frutas de temporada. De todo y siempre. El consumo nos mima y nos adormece. Tanto que me quedé dormido en el supermercado y mis ronquidos descongelaron las cuevas de Alí Babá.
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