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Polémicas ideológicas e identidades de partidos

La nueva democracia española está, sin duda, de forma global, bien asentada políticamente. Las involuciones se han alejado de nuestro panorama y la revolución ha perdido vigencia, incluso como horizonte tradicional utópico. La incorporación española a Europa es, a la vez, un hecho histórico, un reto y un símbolo más extenso que el estrictamente económico: es, en definitiva, entrar en una identidad comunitaria que, aunque discutida y con problemas, refleja una convivencia homogénea y pluralista, pacífica y democrática. Junto a las adecuaciones pertinentes y a la resolución de problemas graves (sociales y culturales), queda para nosotros, desde esta globalidad del sistema europeo, el problema vasco, complejo y difícil, enmarcado dentro de unas coordenadas específicas que, para su resolución, exigirá tiempo, sentido común y diálogo.Una democracia instalada, como la nuestra, no significa que no sea una democracia con conflictos, institucionales, políticos sociales. Más aún: el conflicto, en cuanto disenso, es uno de los elementos que cualifican la democracia. Sólo las dictaduras encubren los conflictos reales con falsos consensos, con el miedo o la represión, con simulaciones unánimes. Aceptar y asumir, cuestionar y resolver los conflictos, es desarrollar, dar vida y profundizar en la democracia, entendida como cotidianeidad activa y tolerante. Por ello, las democracias -y no las dictaduras- remiten a los partidos políticos, que, aunque no son los únicos instrumentos para la participación, sí son los fundamentales para canalizar los distintos proyectos político-sociales. Si los partidos andan mal, la democracia andará mal. Si los partidos expresan confusión y opacidad, la democracia será oscura y sin luz. Si los partidos se oligarquizan, tendremos una democracia reducida.

La atipicidad de la transición española, de la dictadura a la democracia, e incluso desde antes, ha repercutido negativamente en el sistema actual de partidos. Con la dictadura había sólo un partido-movimiento ("el partido"), como 'pluriuniformismo", según una cínica expresión. En la oposición al franquismo se hablaba' también, del "partido", referido al partido comunista, aunque existiesen otras formaciones políticas activas. En la actualidad se empieza a hablar ya del "partido" -referido al PSOE-, aunque haya, obviamente, otros partidos en el marco indudable de un sistema democrático. Este síndrome unitario, aunque tenga hoy un valor meramente semántico, no es bueno para el funcionamiento regular de la democracia. Necesitamos no sólo instituciones, e instituciones operativas, sino también hábitos democráticos que impulsen a que, en todas las estructuras y organizaciones, se fomente la crítica y la autocrítica y haya tolerancia.

¿Cómo se resuelve o se dinamiza esta situación confusa que corre el peligro de deslizarse hacia una disfuncionalidad crónica o hacia una frustración generalizada de la vida política? A mi juicio, tres son los supuestos que necesitan una revisión y una reconducción de este problema general.

En primer lugar, la invalidez de lo que, interesadamente, se ha llamado el "bipartidismo imperfecto" por lo que se refiere al sistema de partidos. La crisis profunda de AP, de la derecha, con sus escisiones y demás eventos, evidencian que las seudo-alternativas no pueden institucionalizarse. La apariencia de alternativa puede entretener, o dar una imagen de posibilidad formal, durante un cierto tiempo, pero a la larga se manifiesta como lo que es: algo que, además de ser inviable, altera y desorganiza todo el sistema. Creer, como creo, que este seudo-bipartidismo es un simple artificio lúdico no significa -como se hace desde la derecha- que se debe culpabilizar al PSOE. En política nadie se autolimita: hay que limitar desde fuera. Intentar mantenerse en el poder -respetando la legalidad y con hábitos democráticos- es totalmente legítimo. En este caso sería AP la que no se estructurara operativamentel ya que el centro (CDS) ha iniciado un fuerte despegue y la propia Izquierda Unida reconstruye su posicionamiento. Pero lo que, a nivel de partido (PSOE), es legítimo, puede producir alteraciones graves a nivel de sistema (democracia). Y esto es lo que puede ocurrir si no se abandona definitivamente el seudo-bipartidismo: mantener un artificio que convierte la razón de partido en razón de Estado. Y, como es sabido, en España, desde Gracián, la razón de Estado se ve también como buena razón de Estado.

En segundo lugar, conviene adecuar nuestra realidad social (diversa y compleja) con la normativa electoral. Una mayor proporcionalidad, frente al solapado sistema mayoritario, debe, de alguna forma, cristafizarse legalmente. Una reforma de la ley Electoral, así como una reforma de los reglamentos parlamentarios, deberían ponerse en marcha si realmente se quiere dar mayor participación ciudadana (sentirse plena y variadamente representados) y, a su vez, los representantes tener mayor presencia en las Cámaras. Mantener el actual status puede llevar a frustraciones, a inhibiciones y cortar la necesaria dinámica política. La sociedad española, como la mayoría de las sociedades mediterráreas europeas, tiene una diversidad acusada, que exige plasmarse institucional y parlamentariamente, en los medios de comunicación estatales y en el control y financiación de elecciones y partidos. Si esto no se resolviese se correría el riesgo de volver a polarizaciones políticas -de políticas antagónicas de bloques-, y esto conduciría a radicalizaciones, tanto políticas como sociales, no convenientes.

En tercer lugar, una profunda revisión y autorrevisión ideológica de los partidos, que sirva no sólo para actuar de reirulsivo creador -favoreciendo, así, la democracia interna, sefialada por la Constitución-, s¡no, también, que ajuste los proyectos políticos a los espacios naturales: derecha, centro e izquierda. Está bastante extendida la idea de que la confusión -Y la falta de imaginación dominan casi todo el abanico de nuestros partidos políticos. Y corresponde a todos, derecha, centro e izquierda, hacer esta crítica y autocrítica. Lo paradójico es que hoy -sobre todo a niveles internacionales- es la derecha la que tiene un proyecto (agresivamente conservador) más elaborado, y que las formaciones progresistas, de centro o de izquierda, son las que, en el orden teórico, están más huérfanas y, si controlan el poder, es para hacer una política moderada, pero no innovadora.

Es cierto que este fenómeno se conecta con la relativización ideológica que predomina en gran parte del ámbito culturalpolítico europeo y atlántico; de alguna manera, reflejarnos lo que se emite u ocurre en la metrópoli imperial. Pero, en esto, como en otras cosas, somos más papistas que el Papa: los españoles somos un país de exageraciones y de sucedáneos. Relativización no debe significar confusión teórica ni caer en las tentaciones de un pragmatismo excesivo. Si la derecha asume el centro, el centro asume la izquierda, y la izquierda asume todo, mi viejo amigo Miguel Boyer tiene razón en su proyecto neoyorquino, Pero esto tiene una contrapartida: que la ideología puede convertirse en estrategia; la vida política, en confusión esotérica, y el pragmatismo, del poder, por el poder, en guía ética general.

Revisar y adecuar las ideologías, ajustar los espacios políticos, ampliar la representación y participación, fomentar los hábitos democráticos, potenciar las polémicas internas en los partidos, pueden ser, entre otras, un punto de salida para no quedarnos en una democracia reducida y enclaustrada, y sí entrar en una democracia avanzada, es decir, en el nuevo horizonte utópico hacia una sociedad política que ofrezca imaginación y libertades, seguridad e igualdad, paz y calidad de vida.

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