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El tiempo

Azorín vino al balneario de Urberoaga de Ubilla con ocasion de sus primeros veraneos en Vasconia, hacia 1904. Desde entonces convirtió en costumbre estival su presencia en las playas y balnearios del norte, durante más de 30 años. En el volumen Los pueblos, el renovador magistral de nuestra prosa contemporánea dedica dos capítulos a la descripción minuciosa de los pabellones y de las instalaciones del establecimiento y a los usos y costumbres de la clientela. Aparece en el puro estilo azoriniano una larga lista de nombres masculinos y otra más breve de las agüistas femeninas: Eulalia, Juanita, Lola, Carmen y María, una viuda bilbaina que cantaba zorzicos y bailaba valses y que, según Martínez Ruiz, representaba "el tipo novísimo de la mujer bilbaina con sus ademanes decididos y el ímpetu e imperio de su persona". Pero entre todas destacaba Aurelia, la de "los ojos anchos, vagos y tristes" que miraban absortos al río Artibay. El escritor confiesa que era mujer romántica, reconcentrada, y que le hizo sentir una vaga sensación de amor. Todavía hoy se recuerda entre las actuales poseedoras del clausurado balneario la estancia de Azorín y su romance ocasional con esa desconocida bañista que moraba en el pabellón denominado "la casa francesa", situado enfrente del hotel principal.El gran diluvio, o aguaduchu, de agosto de 1983 destruyó e inundó gran parte de los edificios del conjunto balneario. Se salvaron parcialmente: algunos locales. He oído este verano la misa dominical en el antiguo comedor, que conserva parte de su encanto original decorativo. Los altos techos exhiben todavía los grandes rosetones de yeso pintado en los que el rigor científico del médico hidrólogo había exigido la inscripción: "Aguas bicarbonatadas y nitrogenadas" en letras de purpurina. Una bella cabeza de mujer con los ojos cerrados -quizá recibiendo una ducha- florece en el centro del adorno mientras cinco enormes margaritas exornan el círculo. Quizá fueron un secreto símbolo carlista, dado que se instalaron en los años de la segunda guerra civil, cuando Carlos VII, el pretendiente, bajaba a caballo en verano, desde el Consejo Supremo de Guerra, instalado en Marquina, hacia las playas de Saturrarán, deteniéndose un rato en este placentero y sombreado vericueto a descansar de la caminata.

Azorín tomaba parte activa en las diversiones, bailes y excursiones por los montes cercanos. En el gran salón abandonado entre los 18 gigantescos ventanales con deslustrados y grabados vidrios que daban luz al centenar de mesas me complace evocar la memoria del que tantos primores de la vulgaridad cotidiana supo discernir. Las puertas de madera talladas con motivos que recuerdan al art decó son de gran dimensión y tienen aspecto de bocas de un túnel. Dos grandes tapices afectados por la humedad representan simbólicamente a la segadora y a la trilladora, dos aldeanas vascas con indumentaria de la época entregadas a las tareas de la cosecha del cereal. En 1870, 30 años antes de que llegara Azorín, vino a morir en esta umbría acuosa el padre de Miguel de Unamuno, cliente del establecimiento. Quizá Azorín oyese hablar a don Miguel de este lugar, del que tendría un melancólico recuerdo de sus cinco años.¿Qué es el tiempo pasado del ser humano, sustentado por la memoria individual? Cada vez hay más interés hacia él y mayor utilización del tiempo como protagonista visible de la obra de arte y como estímulo central de la meditación del ser. En un magistral ensayo engarzó Zubiri, El concepto descriptivo del tiempo, disección semántica y razonante de los distintos ángulos que permiten contemplarlo como transcurso, como estructura y como modo, sin olvidar la síntesis unitaria final. Pero Zubiri añade que "el tiempo no es una envolvente universal de las cosas, no es algo absoluto en ningún sentido y carece de toda realidad sustantiva".

El poeta y escritor francés Jean Orizet, en su desconcertante y sabrosa Historia del entretiempo -a la que alguien ha llamado .migajas de eternidad"-, nos ofrece un relato que trata de fijar con suficiente precisión lo que él denomina "entretiempo", vocablo vago y sugestivo hecho de experiencias vitales que narra con encanto singular. "Es un estado de ánimo", escribe, "que se produce en determinados momentos en los que la realidad se conjuga con el deseo de evocar las presencias del ayer, latentes y dormidas". Orizet sostiene que el flujo o transcurso del tiempo es una trampa de los sentidos. El tiempo nos envuelve en su torbe]lino para absorbernos por gravedad. Pero el entretiempo transciende del complejo envolvente y nos libera de la sensación implacable del paso de las horas que está en la raíz de la angustia vital y acecha la serenidad del hombre. Orizet afirma que existen lugares y paisajes a los que cada uno de nosotros se siente ligado por vivencias anteriores que incitan a tal estado anímico. La memoría y la imaginación colaboran en esos trances del entretiempo. El hombre o la mujer creen volver a vivir momentos y acontecimientos que antes experimentaron. ¿Diacronía? ¿Sincronía? ¿Acaso, la síntesis de ambas?

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El relativismo de Einstein, la fisica cuántica, los electrones negativos, el indetermínismo, han liquidado la física newtoniana y el universo relojero, y con ello al tiempo como noción absoluta. Quizá la frase de sir James Jearis de que "el universo, más que a una gran máquina, se parece a un gran pensamiento" es un síntorna visible de la evolución de ciertos conceptos de la cultura de Occidente en los últimos años. ¿Seremos parte integrante y actuante de un gran pensamiento cósmico dentro de cuyas coordenadas se desliza nuestra existencia? ¿Será el entretiempo preconizado por Orizet, Baudry y Julien Gracq, y definido como un concepto de perpetuo presente, es decir, un tiempo que en vez de fluir, "hrota a. cada instante", nada más que la visión fragmentaria y lúcida de un poeta?Salimos de la improvisada y evocadora capilla balnearit en que la celebración de la devota rnisa tenía algo de escenario, surrealista a lo Fellini. El mediodía radiante de agosto lucía un Jinsólito cielo azul. Me senté unos instantes en la explanada de Urberuaga bajo las acacias y los plátanos que han sustituido a los; viejos castañares descritos por Azorín. Los vetustos edificios, en parte derruidos por la riada, añaden un plus de melancolía al monumental conjunto. El río suena al meterse en el recodo el flujo verdinegro de su caudal. Unos bancos antiguos repintados evocan las tertulias de antaño cara a la fachada principal de los arcos en la que un gran reloj de estación ferroviaria señalaba las horas minutadas del agüista, es decir, el tiempo en que vivimos cada día los humanos. ¿Tiempo, iniaginario? O, como expresa el letrero del famoso reloj planetario de la catedral de Estrasburgo, ¿"tiempo aparente"?

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