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Tribuna:EL PATRIMONIO HISTÓRICO DEL SINDICALISMO
Tribuna
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Culturas obreras y patrimonios sindicales

Una de las características del obrero español -escribieron los Moch tras su viaje por la España republicana- es el deseo agudo de poseer un inmueble corporativo. A la pareja de socialistas franceses les sorprendía que los obreros españoles -en realidad, los de la UGT- sólo a regañadientes se contentasen con locales alquilados. El sueño del obrero organizado consistía en detraer de las cotizaciones las sumas necesarias para comprar o construir de nueva planta una Casa del Pueblo.Los Moch se equivocaban en una cosa y generalizaban en otra: el deseo de adquirir locales no ha sido privativo de los trabajadores españoles y, más importante, nunca lo fue de todos.

Simplificando hasta la caricatura, podría hablarse de dos culturas obreras tradicionales en España, con más notas comunes de lo que a veces se cree, pero con, al menos, una nota diferencial: en una, la revolución iba para largo y la futura sociedad sólo se construiría a partir de un paciente trabajo en la presente; en la otra, la revolución era para el fin de semana próximo y la futura sociedad sólo podía construirse sobre las ruinas de la presente. Una se llamó socialista, la otra sindicalista; una se organizó en la UGT, la otra en la CNT.

Naturalmente, los obreros que compartían la primera de esas culturas desarrollaron un agudo sentido de la propiedad colectiva. La unión de los trabajadores sería más fuerte y más respetable mientras más locales poseyera. La Casa del Pueblo se convirtió en el símbolo de la pujanza obrera y en prenda a la vez que espejo de la sociedad futura.

En ella, como ha escrito uno de sus más ilustres habituales, los obreros, rebosantes de seriedad y aplicación, dirigían administraban sus sociedades, celebraban asambleas con discusiones bien ordenadas, pasaban horas en la biblioteca educándose para el futuro. La Casa, sede de las sociedades obreras de oficio, eran el embrión de una nueva sociedad humana.

Sindicatos 'ambulantes'

Para los segundos, "el sindicato no está en el local que adquiera sino en el taller, la fábrica, la mina". El sindicato es "ambulante, impreciso, está en todas partes", lo penetra todo. Si a la Casa del Pueblo se iba para estar allí y allí quedarse, del local del Sindicato Único se salía lo antes posible para mover la calle.

Los sindicalistas no fomentaron la idea de la Casa del Pueblo puesto que no era allí sino en el tajo y en la calle donde los obreros adelantaban con su protesta el gran día de la revolución. Su gloria nunca fue la discusión bien ordenada, sentados todos en el salón de actos de la Casa, sino la vibrante asamblea obrera, todos de pie en las terrazas o descampados de las barriadas obreras.

La acumulación patrimonial de los primeros fue, pues, un resultado natural de su historia y su cultura, mientras que el tipo de organización de los segundos les impedía centrar su interés en el recuento de sus propiedades y en tareas administrativas. Una cosa, sin embargo, fue común a ambos sindicatos en los años treinta: su crecimiento espectacular, fulgurante, y su constitución como grandes sindicatos de masa.

Hubo que procurarse nuevos centros, abrir más locales sindicales, ampliar o construir nuevas casas del pueblo. Cientos de miles de trabajadores acudieron a las dos grandes organizaciones, atraídos unos por los métodos legales, por la ampliación e inicial eficacia de los jurados mixtos, por la convicción colectiva de que se abría para los obreros un período de mejoras paulatinas pero seguras; impulsados otros por la expectativa de que a la revolución política seguiría inexorablemente la revolución social que acabaría con la desigualdad, la miseria y el hambre.

Implantación

Quizá llegó a contar cada una en aquellos años con más de un millón de afiliados. La CNT mantenía su fuerza de siempre en las regionales de Cataluña y Andalucía y no andaba escasa de ella en las de Aragón, Levante y Asturias, mientras iniciaba con éxito la conquista de Madrid.

La Unión General de Trabajadores tenía ¡mplantadas sólidas organizaciones en la capital de la República, en Vizcaya y en Asturias, mientras crecía de forma considerable en Andalucía y Extremadura. Un equilibrio de fuerzas que se mantendría durante la guerra y que se asentaba, debido a tradiciones dispares, en un patrimonio desigual.

¿Cómo de desigual? La destrucción de las organizaciones sindicales y la pérdida de documentación impiden determinar con exactitud este aspecto nada trivial de la historia obrera. Con todo, es duro de creer que con una afiliación similar la distancia de sus respectivos patrimonios se haya disparado hasta alcanzar la proporción de uno a 17.

Es cierto que los sindicalistas despreciaban los bienes de este mundo, pero tampoco los estimaban los primeros cristianos -con quienes tanto gustaban de compararse- y, sin embargo, fueron adquiriendo terrenos por si la parusía se retrasaba y era preciso disponer de locales donde pasar la noche y el invierno.

Me temo que entre los sindicalistas no faltaban tampoco hombres más previsores -o más escépticos respecto a la inminencia de la revolución- de lo que indica ese escuálido valor patrimonial que ahora se les asigna.

Constituiría, por tanto, una inestimable contribución al conocimiento de nuestra historia obrera la publicación de los datos, y la disponibilidad de los documentos, que han permitido a estos nuevos visitantes -ahora significativamente en forma de empresa consultora- comprobar una vez más el arraigado deseo de los trabajadores españoles de poseer algún local.

Santos Juliá es historiador, autor de Madrid, 1931-1934. De la fiesta popular a la lucha de clases, y profesor de Sociología en la universidad Nacional de Educación a Distancia.

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