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Al lector ideal

En los últimos años, editores, críticos y casi podríamos decir que la sociedad -si es que llamamos sociedad a ese pequeño grupo de lectores que tanto se resiste a aumentar- han ido dedicando una mayor atención hacia los narradores jóvenes o nuevos. Por lo que se ve cuando se consultan listas, cuando se acude a coloquios, los narradores son, o somos, muchos. ¿Más que en el pasado? ¿O es que en el pasado no se les dedicaba tanta atención? ¿Tenían más dificultades para publicar? Porque escribir, en este país de pintores, se ha escrito siempre.Una de las características comunes a estos narradores de hoy, según deduzco por las conversaciones informales que se producen al margen de los coloquios, es que han buscado, o hemos buscado, sus maestros fuera de nuestras fronteras. No con exclusividad, por descontado. Pero, salvando algunas excepciones; (y como suelen hacer los teóricos, no voy a citar nombres), los escritores de hoy, siempre que surge la cuestión de las influencias, mencionan a autores extranjeros, muchos anglosajones (y me atrevería a añadir, como mera constatación, que algunos de segunda fila, si es que empleamos este enojoso término). Todo lo cual puede interpretarse corno lo que es, no hay que darle muchas vueltas: el mundo que se podía describir, y que más o menos había sido materia novelística de anteriores generaciones, producía cansancio. Estaba habitado por problemas en los que no era fácil reconocerse. Las preocupaciones habían cambiado. En lugar de luchar contra una censura por fortuna cada vez más debilitada, o de asumir como propia la tarea de cambiar una sociedad creada y represora, o al menos, sentirse en la obligación de hablar de las circunstancias nada alentadoras en que se desarrollaban nuestras vidas, el escritor prefería traspasar las fronteras, buscar otros puntos de referencia.

Este éxodo se debía, según creo, a un sentimiento de extrañeza, a una necesidad de buscar una identificación personal más que una colectiva identidad perdida. Algunas de las novelas extranjeras que hoy se citan proporcionaban esa identificación, aunque se desarrollaran en escenarios desconocidos y remotos. Ignoro si pueden clasificarse los diferentes éxodos que, a lo que adivino, han emprendido los diferentes novelistas, y tengo la impresión de que está produciéndose un panorama en el que es difícil poner orden (hasta cierto punto, porque a pesar de todo, sigue siendo relativamente sencillo discernir lo bueno de lo malo).

Este escritor que está siendo tan solicitado o que en cualquier caso, como fenómeno literario y social, está sujeto a las clasificaciones y definiciones de los teóricos, en el fondo, no tiene otro criterio para calibrar su tarea que su propia íntima certeza, inseparable, como se sabe, de la incertidumbre total.

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Siempre será difícil conseguir ese lector sin prejuicios al que continuamente se dirige Italo Calvino, y con quien incluso dialoga: "Ponte cómodo, elige un buen sillón, apoya los pies en una banqueta, recuesta tu cabeza sobre el respaldo, borra todo pensamiento de tu cabeza, abre el libro..." (cito de memoria). Éste es el lector al que en definitiva nos dirigimos. La atención concentrada, la capacidad de entregarse totalmente a la lectura, merecen el mejor de nuestros esfuerzos. ¿Quién se siente en realidad digno de este lector? Si él nos acoge, hemos entrado en la historia.

El escritor tiene muy a menudo la impresión de que sus libros son leídos con una idea preconcebida de lo que esperaban de él, como si el hecho de ser un escritor de extrarradio, guapo o mujer determinara el contenido y el estilo del libro. Y así puede resultar sorprendente e incluso desconcertante que una escritora haga uso de un narrador masculino, un escritor vasco sitúe la acción en Andalucía, y un extremeño, en Constantinopla. Todavía no sé qué fue lo que finalmente me quitó de la cabeza la idea que había tenido siempre: escribir con seudónimo. A lo mejor fue un absurdo y poco operativo deseo de afirmación de personalidad. Y es que allí, en, el nombre, están todos los equívocos.

Pero estas dificultades del juicio, de la justa valoración, no son fenómenos exclusivos de nuestro país. Hay que recordar lo que hace poco le sucedió a Doris Lessing, que envió con seudónimo tires novelas a tres diferentes editoriales, y fueron rechazadas. Novelas que al fin, publicadas con su nombre, se vendieron con éxito y la enriquecieron moderadamente. Esto ha sucedido, esto ha sido comprobado.

Pero este experimento que ha demostrado lo que ya sabíamos: la imposibilidad de juzgar una obra fuera de contexto, el relativismo de las categorías, puede al mismo tiempo servir de estímulo: más allá de las calificaciones está la calidad. E interesa más por lo que tiene de advertencia: a partir de la tercera novela, por ejemplo, pesa más el nombre que la novela. El escritor, siempre libre, puede al fin, con la sanción general, hacer lo que quiera. Lejos del bullicio de los coloquios, de la selección de los comités de lectura, de las listas de autores, de los escritores más prometedores citados en un artículo, liberado de la lucha por conseguir un puesto (lucha en la que no participa, pero que le afecta), el escritor sigue escribiendo.

En una de esas películas de la serie negra norteamericana que parece que hemos visto mil veces, un personaje se dirige a la chica que va a ser abordada por un Humphrey Bogart todavía joven e inexperto y la advierte: "Es malo". Él contesta como el actor que llegará a ser: "Ya lo sabe". Lo sabe, efectivamente, ]a chica de la película: el personaje que encarna Humphrey Bogart es malo. ¿Lo sabemos nosotros? ¿Quién es la chica de la película en esta película? Creo que aquel lector que obsesionaba a Calvino: a él no se le puede engañar. Aunque es ideal (¿inexistente?), es eterno. Y por fortuna, todo escritor tiene dentro de sí un reflejo de lo que ese lector es.

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