Una romería tradicional
San Lorenzo se despide del verano con el traslado de la Virgen de Gracia
El peso de la historia que se condensa en la ciclópea mole del monasterio ha hecho de San Lorenzo de El Escorial un pueblo atípico, lugar más de excursión que de peregrinación, enclave de una tradicional y asentada colonia veraniega diseminada en múltiples urbanizaciones en las que compiten severos chalés con tejado de pizarra -marcados por la impronta del monumento-, modernos adosados y bloques de apartamentos.
Los gurriatos -asíse hacen llamar los nativos de San Lorenzo- están habituados a vivir, como los gorriones de ciudad, de las migajas de un turismo fugaz; la competencia de bares, restaurantes, hostales, confiterías y cafetines es feroz en el casco antiguo cercano al monumento, y en los meses de verano la actividad y los precios de los comercios crecen a ritmo galopante, previniendo la larga sequía de los inviernos.Pero hay un día, el 14 de septiembre, en el declive de la temporada, cuando ya han partido casi todos los veraneantes, en el que San Lorenzo se olvida del turismo echa los cierres y lucha por recuperar sus raíces, desvirtuadas por siglos de colonización.
En un esfuerzo más por mantener la pureza de la romería, los organizadores ofrecen una subvención extraordinaria a las carrozas que vayan arrastradas por bueyes, pero los tractores siguen imponiendo su insoslayable fealdad en el desfile. Priman los actos religiosos: novenas, rosarios, salves y misas. Las homilías corren a cargo este año de un coronel del Cuerpo Eclesiástico del Ejército.
La jornada del día 14 se abre con el rosario de la aurora; luego, la imagen de la Virgen es trasladada del santuario, ubicado en un edificio anejo al monasterio, a su ermita de la Herrería, una modesta capilla de moderna e irrelevante factura, pero tocada también por el modelo herreriano y, por su puesto, techada con pizarra.
En el robledal que la circunda extienden los romeros sus mantas o sus sillas portátiles. El lugar de honor lo ocupa la artística composición elaborada por la peña; junio a ella se enciende la hoguera, más bien hornillo o barbacoa, en la que se asarán chuletas y chorizos, morcillas serranas y costillares, y junto al humo, la polvareda que levantan cientos de pies bailando la jota al son de bandurrias y guitarras, con el insistente contrapunto de la botella de anís.
Entre viejos estribillos y ripios tradicionales, surge el aliento rotundo del poeta popular que, con voz profunda, macerada en alcohol, comenta con imparcialidad los usos y costumbres de su gente. Uno de estos vates campesinos cantaba algo así en el cortejo de vuelta: "En los pueblos de la sierra, / para dormir a los niños, / en vez de cantarles nanas / les pegan con el martillo".Todas las carrozas rebosan de niños; niños arrebujados entre los decorados de cartón-piedra, casi siempre maquetas de rincones de San Lorenzo, establecimientos tradicionales, patios rústicos ocupados por grotescos muñecones. El afán de reproducir lugares, del pueblo alcanza extremos notables. Pasa una esquina del mercado, con su puesto de melones, el quiosco de chucherías y las vallas de protección con idénticos anuncios publicitarios.
Hay dos carrozas que llevan en su lema la palabra Añoranza. Los gurriatos, en este paréntesis de septiembre, a espaldas del monasterio, sienten nostalgia de tiempos más bucólicos; añoran sus propios y cercanos campos, tal vez abandonados por la llamada del turismo, quizá urbanizados y edificados para disfrute de ciudadanos ahítos de asfalto.
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