Travesía del Sinaí
ENVIADO ESPECIAL Las moscas madrugan en el paso fronterizo egipcio en Rafah, en el desierto del Sinaí. A las seis de la mañana de ayer, ellas y el sol eran allí lo único vivo. Y su vigor era el que reina en un basurero en un mediodía estival. Dos soldados y un suboficial uniformados de caqui hacían la guardia. Pero los primeros más bien dormitaban sobre un Kalashnikov de agrietada culata de madera, y el segundo no se atrevía, a despertar a sus superiores para que aceleraran la travesía del microbús Dodge Ram de la compañía Nefertiti Travel.
"Lo siento, la frontera no se abre hasta las nueve de la mañana. Los policías y los aduaneros están aún durmiendo", dijo el suboficial. Y de nada valían las insistencias de los ocupantes del microbús.
El Dodge Ram transportaba al cónsul general de España en Jerusalén, Santiago Martínez-Caro, y a seis periodistas de la misma nacionalidad. Venían de El Cairo y pretendían llegar esa misma mañana a Jerusalén. Diplomáticos e informadores seguían al ministro Francisco Fernández Ordóñez en su visita a Egipto e Israel.
Viajar por Oriente Próximo no es cuestión de reservar por teléfono un billete. Ni el lunes por la tarde ni el martes por la mañana las compañías aéreas Air Sinaí y El Al realizaban el vuelo entre El Cairo y Tel Aviv. La primera porque no lo tenía programado; la segunda porque lo había suspendido por motivos desconocidos.
De modo que sólo había un medio de seguir a Fernández Ordoñez, y era viajar en su propio avión oficial. Y si no había sitio para el cónsul general en Jerusalén, menos para los informadores. La noche del lunes al martes fue oscura y estrellada. El microbús especialmente fletado por los siete españoles había salido a media noche de la orilla del Nilo, camino de Rafah, unos 340 kilómetros de distancia. A las dos horas franqueaba el canal de Suez, la separación entre África y Asia, a bordo de un BAC o transbordador.
O sea, que a las seis de la mañana el vehículo y sus ocupantes estaban varados ante la verja de la frontera egipcia de Rafah. Aunque el cónsul general explicó su condición de diplomático que iba a recibir a su ministro en Jerusalén, el suboficial y los dos soldados parecían dispuestos a no mover un dedo.
A las nueve, como estaba anunciado, aparecieron policías, aduaneros, civiles, que abrieron la frontera y dieron paso a los únicos que esperaban, a los siete españoles.
Al otro lado está Israel. Jóvenes con camisa blanca, gafas de sol modernas y metralletas último modelo vigilan su frontera. Allí hay jardines húmedos y bien cuidados, puertas que se abren automáticamente, aire acondicionado, música ambiental y letreros que prohíben introducir comida en las instalaciones. Al cónsul le esperaba su chófer y su coche oficial.
A los periodistas españoles les registraron los equipajes. Eran las diez de la mañana y Jerusalén estaba a unos 190 kilómetros.
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