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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cien guardias ante un juez

EL 14 de mayo de 1981, a las tres de la tarde, Tomás Linaza Euba, de 57 años de edad, padre de un presunto miembro de ETA que en ese momento se encontraba encarcelado en Francia pendiente de demanda de extradición presentada por el Gobierno español, fue detenido por la Guardia Civil en su domicilio de Lemona (Vizcaya). Cinco horas antes, en la misma localidad, ETA había hecho estallar una furgoneta que contenía 450 kilos de Goma 2. El atentado produjo la muerte de dos guardias civiles y heridas de gravedad a un tercero. Linaza, tras permanecer detenido por espacio de ocho días, en aplicación de la legislación antiterrorista, en el cuartel de la Guardia Civil de La Salve, en Bilbao, y en la dirección general de dicho cuerpo, en Madrid, fue puesto en libertad sin cargos. Un día después compareció en Bilbao en conferencia de prensa mostrando a los informadores marcas que aseguró procedían de las torturas y malos tratos a que había sido sometido durante los tres primeros días de detención, y que había denunciado ante los jueces. Un forense certificó la existencia de señales de tortura. El llamado caso Linaza es, pues, antes de cualquier otra consideración, un caso de presuntas torturas.Las diligencias previas relativas a la denuncia no se iniciaron hasta 1984, tres años después de los hechos. La investigación topó con la actitud de los mandos de la Guardia Civil, que se negaron a especificar qué agentes participaron en la detención e interrogatorios del detenido, limitándose, tras los requerimientos pertinentes, a facilitar la lista de todos los guardias que en la fecha de referencia estaban adscritos a la comandancia de Bilbao. La juez encargada del caso fue convocando, en grupos de número variable, a los agentes incluidos en dicha lista a fin de proceder a ruedas de identificación por parte del denunciante. En una de ellas, realizada el 25 de junio de 1985, Linaza identificó a un sargento y a un número de la Guardia Civil como dos de las personas que presuntamente le torturaron. Linaza declaró en su denuncia que, al margen de los interrogatorios, tres agentes vestidos de uniforme que acababan de regresar del funeral por los dos guardias asesinados en Lemona el día de su detención le propinaron una paliza en el cuartel de La Salve. Esos tres guardias no han sido identificados hasta ahora.

La petición de comparecencia de 90 guardias civiles y el conflicto actual se ha producido en el marco de una dilatada secuencia que ha venido enfrentando a la juez encargada del caso con los mandos de la Guardia Civil.

Ahora la pugna ha tomado la forma de un pulso entre dos poderes del Estado. Es cierto que la comparecencia de más de 200 agentes en sucesivas ruedas de identificación constituye un hecho sorprendente, anómalo si se quiere, e incluso, cinco años después de sucedidos los supuestos hechos que motivaron la denuncia, dudosamente eficaz a efectos del esclarecimiento. Pero no lo es menos que el obstruccionismo y las tácticas dilatorias por parte de los mandos de la Guardia Civil es una actitud inadmisible que, por encima de otra consideración, vulnera la ley. Reconocimientos masivos, lesivos según los mandos para la dignidad de los agentes, se hubieran evitado si, en cumplimiento de su deber legal y moral de colaborar con la justicia, los propios cuerpos de seguridad hubieran realizado en su momento la investigación precisa para concretar las responsabilidades individuales de los implicados. Ello remite, una vez más, a la necesidad de creación de una auténtica policía judicial, dependiente de la magistratura, encargada de investigar casos como el ahora planteado.

A la vista de la situación, y antes de llegar a las ruedas masivas de guardias civiles, de utilidad procesal discutible, la juez debería quizá haber recurrido al Consejo General del Poder Judicial, denunciando las dificultades que, para el desempeño de su misión, encontraba en las autoridades policiales. Pero se trata de una posibilidad, no de una obligación. De otra parte, su decisión podía haber sido recurrida por la Dirección General de la Guardia Civil, invocando los preceptos legales citados en el oficio cursado u otros. Lo que resulta netamente escandaloso es que dicha dirección general se erija simultáneamente en recurrente y juzgador del recurso, resolviendo éste por su cuenta y desobedeciendo el mandato judicial. Por último, que el poder ejecutivo ampare explícitamente tal actitud, contraria a las más elementales normas del Estado de derecho, desborda los límites de lo imaginable. Con su decisión, el Gobierno se ha colocado frente a la ley.

No parece casual que la difusión del escrito de la Dirección General de la Guardia Civil se haya producido cinco días después de haber sido remitido, pero apenas un día más tarde de que tal iniciativa fuera recomendada desde los sectores de opinión que reclaman la reforma de la legislación en el sentido de sustraer a los jueces del País Vasco la competencia sobre las denuncias por torturas y malos tratos a los detenidos acusados de terrorismo. La polémica sobre lo adecuado o no de convocar simultáneamente a varias decenas de guardias civiles para un trámite de reconocimiento -que es ciertamente cuestión discutible- parece pretender justificar tanto la desobediencia lisa y llana a los mandatos judiciales cuando éstos afectan a funcionarios policiales como estimar imprescindible la reforma citada. Las reticencias mostradas en su día por las autoridades francesas a conceder extradiciones de miembros de ETA, precisamente por la existencia en nuestro país de una jurisdicción especial para delitos de terrorismo, permite cuando menos poner en duda la oportunidad de la reforma.

Pero lo peor de todo el caso es el vaciamiento moral al que el Gobierno socialista se ve abocado en muchas de sus reacciones frente a la amenaza terrorista. El planteamiento de la lucha antiterrorista como una especie de duelo en el que ha de vencer el más fuerte es simplemente suicida para la convivencia y la construcción del Estado democrático. Es la confianza en éste, y el escrupuloso respeto a sus normas legales y morales, lo único que puede otorgar fuerza moral a este país a la hora de erradicar esa gangrena pútrida de ETA. Para ello se necesita una Administración de justicia fuerte e independiente y unos servicios de seguridad que eviten toda tendencia a convertirse en la partida de la porra.

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