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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Los ojos luminosos

Antonio Pereira nació en 1923 en Villafranca del Bierzo. Ha escrito El regreso, Del monte y los caminos, Dibujo de figura, Cancionero de Segres y Contar y seguir (poesía). En novela, ha publicado Un sitio para Soledad y País de los Losadas. Como cuentista, ganó el Premio Leopoldo Alas en 1967 con Una ventana a la carretera.

Fue en Brasil, en la franja que se extiende no lejos de la costa y que puede hacerse tan cerrada de junglas como las orillas del Amazonas. ¡Por qué laberintos puede llegar uno a los rincones de la tierra! A mí me hablé de Lêdo Ivo un librero de Oporto; allí tenían la dirección y no sé por qué la apunté en la libreta. Luego, en Río, dudoso de si la calle Ferrari pertenece a Flamengo o a Botafogo, dos barrios que me sonaban a futbolistas más que a poetas, busqué la casa y fui recibido con circunspección, por no decir que con recelo. Ivo trataba de examinarme, con disimulo, para ver si la visita valía la pena; el escritor anda por una edad en que el tiempo empieza a ser un tesoro. Las cosas fueron bien, porque al poco rato me dijo que iba a tomar un baño y me dejó en el salón con sus libros. La mañana carioca entraba en oleadas por la cristalera abierta de la terraza. Era estar en la intimidad de uno de los grandes de la literatura brasileña, mientras afuera vibraba y zumbaba la capital más viva del mundo. Volvió Ivo y me animó a que me quedase a comer.-Tengo un poco de ensalada, señor Lêdo, y queda un huevo en toda la casa -dijo una criadita. Le vi una mueca divertida, un poco insolente.

Lêdo Ivo estaba impaciente por las cosas de Lorca, Unamuno, si se sigue representando a Valle Inclán; todo lo preguntaba con palabras, pero también con los ojos y las manos nerviosas. "¿Y pan?", interrogó distraídamente a la muchacha. La libertad de expresión, la relación o el desencuentro entre los poetas españoles y los de Lisboa o Coimbra.

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-¡Tengo pan! -declaró la chica, como si le fastidiara que el desastre no fuese completo.

EL HUEVO PARA EL INVITADO

El señor de la casa sentenció que el huevo sería para el invitado, y la ensalada para los dos. Luego confesó su descuido para las cosas prácticas, pero es que aquél era un día en que todo estaba preparado para marchar al campo. Allí, en el campo, podría darme mejor hospitalidad si gustaba de pasar el fin de semana. Yo hablé vagamente de unos compromisos, porque la satisfacción no se me viera de golpe. Me gusta que me conduzan, y en el coche de Ivo empezamos a dejar el mar a nuestras espaldas, a meternos en el interior, hacia Teresópolis. Rodábamos por la gran estrada, y llegamos a un punto en que las nieblas alternaban con ráfagas de un sol plateado, en las estribaciones de la montaña.

Así fue como me vi por primera vez en el mato. O mato do Brasil. Lêdo Ivo dice que hay geografías que lo han cautivado siempre, que nunca podría pensar con indiferencia en el mar de Tasmania. A mí el mato me sonaba a un enredo de plantas y animales en cantidad donde todo es mucho, donde todo es grande. Se me confirmó cuando dejamos la general y entramos en las carreteras comarcales. La espesura debe de ser por dentro una lucha donde todo vive abriéndose paso, y las ramas venían hasta las ventanillas del coche como si quisieran sofocarnos con su abrazo. Algo había oído yo del sipó matador, que ahoga lentamente a sus víctimas y se le llama la liana asesina.

En medio de aquel hervor, en el corazón cercado del mato nos estaba esperando Sítio Sâo Joâo.

-No es gran cosa -dijo Ivo-, apenas si llega a las cuarenta hectáreas.

Cruzamos el portón. Sobre la grava del camino privado, o carro avanzaba con esa majestad que adquieren los coches grandes al entrar en una hacienda prestigiosa. Unos perros se acercaron a oler obsequiosamente a su amo, a amenazar al intruso.

-¡Quieta, Helena! ¡Aquí, Menelao!

Vinieron los guardas, o caseros, si es que no se dice los moradores. Uno de ellos es hombre de 35 ó 40 años que sonríe bajo un bigote arrogante y lleva botas de montar, sombrero amplio con cordón de barbuquejo cerrado por un broche de plata. Viene una críada preta, no muy bella de cara pero con un cuerpo armonioso.

-Si trae sed le puedo servir una bebida fresca al señor.

Dijo que iba a enseñarme mi habitación y preWintó por las maletas. Me pesé la imprevisión, verme allí con un envoltorio en la mano. Ella iba delante de mí. Su andar no era indecente, probablemente andaría así para ir a los recados o al paseo, o incluso para la misa, pero las brasileñas no saben moverse sin decir cosas con el cuerpo... Recorrimos estancias, galerías, con algún escalón que le daba gracia a la casa. Llegamos al cuarto de huéspedes y la chica se inclinó, de espaldas a mí, y destapó el embozo de la cama preparándola para la noche

-Sí el señor necesita algo no tiene más que pedirlo.

Abrió el armarito del baño y me enseñó ese lugar donde nosotros solemos tener las aspirinas, la sal de frutas... Había unos frascos con sus etiquetas. Eran antídotos: contra las mordeduras traidoras, contra el veneno de las lenguas largas y reptantes; remedios que me asustaron más que la enfermedad. Suele decirse un sudor frío y yo sentí un miedo ruboroso, el reproche por haberme entusiasmado demasiado pronto con aquella aventura exótica -en algún momento me había venido la idea de estar viviendo una escena de telefilme...

Iba vencida la tarde cuando me vi sentado con Ivo en un banco de piedra fresca, en el terreiro o plazoleta que hace de núcleo en la finca. Antes él mismo me había dicho que anduviera a mi aire. Anduve los paseos cuidados, que alternaban con senderos mullidos por las hojas caídas del eucalipto. Era un terreno familiar, pero yo me había hecho con un palo como un bastón con el que jugar, y en las hojas amontonadas del suelo tanteaba con precaución, también con el secreto deseo de que si había algo no llegara a encontrarlo... Pero me distraje en otros asuntos: los galpones guardaban aperos modernos junto a las viejas herramientas ferrugentas, en las cuadras asomaba la cabeza de un buen,caballo, había visto los establos con cerdos.

-A algún cerdíto o a algún potrillo que nazca le pondremos António -prometió el dueño para obsequiarme.

Yo preferí un potrillo. Tampoco me hubiera deshonrado que un marranin gracioso llevara mi nombre en un lugar donde han crecido y engordado Murilos y Haroldos, quizá algún Arthur, porque allí se quiere mucho a Rimbaud.

Ivo propuso que bebiéramos algo. Comprendí que ahora no aludía a tomar un refresco, más bien a ese trance ritual que ocurre entre dos hombres cuando se ponen a hablar de las cosas más verdaderas. No es que estuviera mal una botella de tinto, eso fúe lo que eligió el patrón de la casa. Pero era un vino de Chile que habría viajado a través de los Andes. Pregunté por las bebidas del país, y el nordestino que es Lêdo Ivo mandó a buscar para mí una garrafilla traída de su estado de Alagoas.

-Es una buena cachaça -me dijo-; si usted no la ha bebido nunca cuide de no quemarse la lengua.

Hice un primer conocimiento, muy cauto, con el zumo de las melazas de la caña. Yo no soy hombre de coñá ni de ron, ni de ninguna bebida fuerte, pero este sabor nuevo era muy fino, como de azúcares tostados y cafetales.

Me basta beber muy poco. Había sido un sorbo y ya un fuego extendido y tolerable remoloneaba en mi paladar. A lo mejor el mundo estaba bien hecho. No siempre se bebe con alguien que sabe escuchar y merece ser escuchado. El poeta de Maceió es un hombre de complexión recia, de mirar de vigía. Pero me importaba sobre todo su voz cuando se puso a predicar su Elegía didáctica frente a aquel monte de las bienaventuranzas naturales. Noté que aumentaba mi percepción de las cosas. Al bosque le llaman la floresta, es un nombre tranquilizador, pero modesto para aquellas formas góticas y rezumantes de humedad cálida que parecían rozar con el cielo.

LA PIEDRA USURPADA

Enfrente de nosotros había como tupidos muros catedralicios donde la piedra fuera usurpada por las ramas entrelazadas del pangelín y el ficus, por las maderas incorruptibles del cedro, el llamear del fambloyán. Había bóvedas resonantes, y mis ojos descubrían los tubos de órganos gigantescos aunque no se oyeran fugas de Bach, sino la salmodia casi gregoriana, que ahora recuerdo en castellano: "Piensa en la lluvia cayendo sobre los huertos hipotecados / y en los frutos de las granjas tocados por la euforia del sol del verano...". Cuando insistí en el aguardiente, la agudeza de mi mirada se confirmó, a pesar de unos hilos flotantes que suelen acompañarme. La luz natural se había ido quedando en un rescoldo. ¿Por dónde iba el sol, qué había más allá del bosque, qué honibres trabajaban del otro lado del verdor? "Piensa en los caminos intransitables, cerrados a la promesa de los viajes / y en los hombres y las mujeres que van a morir escuchando los vientos". Fue vano mi intento de pensar en un mapa. La precisión con que mis ojos advertían los nervios de una

Los ojos luminosos

hoja, el cráter de un hormiguero, las rendijas de una estaca clavada a bastantes pasos, chocaba con mi torpeza para representarme un más allá del mundo inmediato... Cayó la noche del trópico casi de repente, corno cae el telón a la terminación del espectáculo. Luego fue un silencio como no he conocido nunca. Lêdo había cerrado el chorro leto de sus versos, debía de estar en una de esas meditaciones que acontecen de cuando en cuando, y yo me sentía solo frente al misterio total.Entonces ocurrió lo de los focos brillantes. Primero fueron anillos, como si mis hilillos de siempre se hubieran encendido en círculos, pero pronto los aros se concretaron en dos puntos que podrían ser estrellas sin. puntas. Eran ojos. Eran inesquivables. Si yo cambiaba la dirección de la mirada allí me esperaban otros ojos iguales, como si ellos se hubieran desplazado a la misma velocidad que mi designio. Iba a hablarlo con mi compañero. Advertí con temor que se había ausentado de veras, sin hacer ningún ruido. Los ojos estaban derechamente frente a los míos y ya no había catedral gótica ni nada sino la presencia negra de la selva.

Fue, pero con más fuerza aquella aprensión ominosa que quería arruinarme la fiesta. ¡La selva! Yo no había pensado en el nombre portugués, o sea, brasileño, de la que todos evitan nombrar. Un día me las enseñaron vivas y coleando en un criadero de Sâo Paulo: la de cascabel (Crotalus terrificus); la jararaca, que por donde se arrastra va llevando el espanto; la sururucu gigantesca, si se puede llamar gigante a lo que no se alza del suelo... Me levanté de mi asiento tiritando. Retrocedí unos pasos sin atreverme a volverles la espalda. Luego giré en redondo y eché a correr hacia la casa iluminada, con corto escándalo de los perros.

Cenamos (una mesa nutrida, esta vez sí), tomamos tazas de café, Lêdo hablaba y sabía colocar en la charla esas pausas de los conservadores inteligentes. A veces me miraba con sus ojos picassianos, cuando yo caía en la preocupación o el desánimo. Me preguntó si estaba cansado... Mi habitación quedaba un poco aislada, en el otro extremo de la casa, y al retirarnos el anfitrión me condujo por los pasillos de maderas quejumbrosas, un poco adelantado liara ir dándole a los interruptores de la luz.

En esta alcoba -me dijo-, en la misma cama de casal donde va a dormir usted, tiene dormido ü Cabral de Melo Neto.

Luego, entre bromas y veras, que me iba a dejar a mano en la mesilla de noche la garrafinha de Alagoas por si quería librárme de los fantasmas. Como hacen los sertanejos.

EL CATRE HISTÓRICO

Yo no soy el maestro Cabral de Melo, y muchas antologías me ignoran. El catre histórico era un horior, pero sentí nostalgia de mi casa, que si no tiene fambioyanes tampoco la acechan sorpresas... Me metí entre las sábanas sin desnudarme del todo. En los cristales del balcón se presentía como un asedio. Seguro que había una persiana que pudiera bajarse, una cortina piadosa, pero a ver quién se levantaba y andaba aquella distancia desde la cama. Entonces alergué el brazo, tanteé en la oscuridad, alcancé la botella. Es verdad que a los primeros sorbos aparecieron, tercos y brillantes, pero la pronta insistencia en el elixir me puso al borde del sueño y enseguida en el sueño profundo...

Ahora me alegro de haber escuchado el consejo, "Si por casualidad viera usted en Brasil alguna, no lo crea... o cálleselo". Alguna, o los ojos de alguna. Tampoco yo pronunciaré su nombre.

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