Mendigos, sableadores, carteristas
Tres formas de relación que tiene el nacional con el dinero de sus compatriotas / Los sableadores son más familiares, consuetudinarios y eso que antes se decía pintorescos / Un sablista: "Ese tío me daba siempre 20 duros y ahora me da cinco; yo creo que me explota" / El pobre tradicional invocaba a la Virgen y el sablista intelectual invoca a Nuria Espert / El colaborador es el carterista de la Eteratura y el periodismo / Los carteristas fínos roban más a los hombres que a las descuidadas mujeres, siempre con el bolso abierto: es el arte por el arte.
Mendigos, sableadores, carteristas. Como continuación a nuestra entrega sobre "El español y la peseta", quisiéramos analizar un poco estas tres formas de relación que tiene el nacional con el dinero de sus compatriotas. Son tres maneras mágicas, delicadas, retóricas y casi pianísticas.Mendigos, en España, ha habido siempre. El mendigo no tiene biografía, como el sablista, ni tiene ideología, de modo que igual puede ser utilizado, como testimonio, por la derecha que por la izquierda. Uno, estudioso de mendigos, la única evolución que observa en el ramo es el paso del mendigo oral al mendigo escrituras. Antes, nos decían la consabida retahíla, que la señora burguesa, camino de misa, interrumpía con una limosna y una admonición:
-Tome, pero no se lo gaste en vino.
¿Y en qué sino en vino se puede gastar la calderilla de las limosnas? No va uno a ahorrar para un frac. Hoy, el lisiado de la Gran Vía, el mongólico de cualquier esquina, la mujer que ha perdido ya la edad y el sexo, llevan un letrero prendido con imperdible: "Imposibilitado paro 7 hijos un riñón le solicita donativo". Una obra maestra de la imparcialidad. Marguerite Duras no cree en el periodismo objetivo. La objetividad, ahora, se ha refugiado en la pobreza: yo le expongo mi caso y usted da o no da. La miseria se ha hecho estadística, renunciando a los trémolos de la religión y la piedad. Esta invocación fría es más conminante, claro, y manifiesta que hay unos psícólogos/sociólogos de la pobreza que conocen la nueva sensibilidad de las masas. El trémolo ya no funciona. Ni en la mendicidad ni en los premios Planeta. Mejor el informe escueto. La derecha, no hay ni que decirlo, utiliza a estos mendigos epistolares de Gran Vía y Metro para denunciar el socialismo. La policía de Flanco, sencillamente, se los llevaba a la sombra.
Pero la relación entre el mendigo y el donante sigue siendo una relación temblorosa, indecisa, culpable quizá por ambas partes. Una delicada y sutilísima relación. Dejamos un billete en el cajón del mendigo postal, impasible como un Buda fragmentado y granviario, pero sentimos que no, todo acaba ahí. Habría que saber quién es ese hombre, esa mujer, qué franja de la sociedad representa. O de más allá de la sociedad. ¿Es todavía lo social o es ya lo asocial?
Los sableadores son más familiares, consuetudinarios, correlativos y eso que antes se decía pintorescos. El sableador o sablista es un falso amigo que, de nuestra amistad, sólo quiere treinta duros. Treinta duros de amistad. Pedro Luis de Gálvez, buen sonetista y poeta maldito de antes de la guerra, empezó a vivir bien cuando la República, pero cada vez que veía un cliente, volvía a sablearle:
-¿Por qué hace usted eso, Gálvez, si ahora le va bien?
-Es para que el cliente no se enfríe.
La relación entre el sablista y el sableado es una de las más finas relaciones humanas. Un hombre que le da dinero a otro, por nada y para nada, sabiendo que lo pierde, sin ningún interés en la amistad del sablista. El sablista utiliza una retórica que sólo eis eficaz la primera vez. Luego, por repetitiva y vacía, eldonante prefiere ahorrársela, sacando en seguida la cartera. Me lo decía una vez el pintor Manuel Viola, respecto de los sablistas masculinos y femeninos que le as ediaban en sus años de gloria:
-Lo malo de la caridad es que no tiene fondo.
En efecto, una primera donación crea precedente, crea ley, y cómo romper con eso. Por qué negarse a las segundas y a las sucesivas. Se lo oí a un famoso sablista gallego:
-Ese tío me. daba siempre veinte duros y ahora me da cinco. Yo creo que me está explotando.
El sablista cobra un impuesto retórico y sin base a algunos amigos que en realidad no lo son (sus verdaderos amigos son otros sablistas). El sablista desprecia al sableado, por superior o por inferior: aquí la lucha de clases. El sablista crea ese impuesto voluntario a su antojo, alcabalero de sí mismo, y lo mantiene -mantiene una clientela- mediante la asiduidad, la retórica y el patetismo. Como es sabido, el ya citado sablista Pedro Luis de Gálvez llegó a pasear por los cafés a un niño muerto, en una caja de zapatos, sacando dinero para el entierro, dinero que luego se gastó en vino. Pero el sablista, sin llegar a esta situación límite, tiene, como diría Baroja, "la perspicacia psicológica de la modista". Es decir" que sabe halagar al cliente hasta tenerlo maduro. Y conoce el momento justo de hacer su petición. Hay una gratificación en dar, naturalmente. El rico/rico o el escritor situado necesitan su corte de bufones, y los bufones se pagan.
Mas, por encima o por debajo de esto, la relación de sable entre dos hombres nos sigue pareciendo una de las más delicadasÍ sutiles, altruistas y dificiles relaciones entre hombres. El sablista pone la inteligencia y el otro pone el dinero. Hay una variante del sable que es el sablismo cultural, y que padecemos todos los que salimos en los periódicos. A la puerta de un teatro, por ejemplo:
-Oye, Umbral, muy bueno lo tuyo de ayer; ¿me dejas quinientas para entrar a ver a Nuria?
Y uno les da las quinientas sabiendo que no han leído lo de ayer ni van a entrar a ver a Nuria, sino a comprarse unos porros.
El pobre tradicional invocaba a la Virgen y el sablista intelectual invoca a Nuria Espert. La mujer, inercialmente, parece que ha de conmover las fibras líricas y fiduciarias del hombre. "Cómo se va a quedar este tío sin ver a Nuria". La mendicidad -limosna o sable- no es inocente, pues que ha evolucionado según los tiempos y los sujetos. Ya no se pide ni se sablea en nombre de la religión, sino en nombre de la cultura, que es otra religión, claro, o la misma, degradada. Los lisiados de la Gran Vía tampoco invocan al cielo. Sólo invocan, tácitamente, la cuestión social. "Parado inválido dos piernas cinco hijos uno polio tres meses a pela duras patata". Y son letreros, todos los que reproduzco, tomados directa y textualmente de la calle. La mendicidad se ha hecho lacónica como los periódicos más robotizados. Y laica. En cuanto a los carteristas, el injustamente olvidado Alfonso Paso (a quien quise un poco) los definió como "los que tocan el piano", con frase tomada del propio argot policial. Es decir, gente ligera de de dos. Con este título, Paso hizo una comedia y una película que funcionaron mucho en los 60. Paso era un gran profesional, sal vo que también era un poco sablista de la burguesía, a la que ha lagaba para sacarle el dinero. Los que tocan el piano me han sido dados a conocer por el gran actor Manuel Alexandre, nacido en el Rastro y amigo de infancia de muchos de ellos. La relación del carterista con el señor de la cartera también me parece mágica, virtuosista, ilusionista, ya que no ilusionante. Levantar la cartera del chaleco de un señor, en el autobús o en el mitin, requiere unos dedos de criatura tan hipersensible como Yehudi Menuhin.
Siempre he pensado que, en el carterista profesional, maduro y ya instalado, puede más la fasci nación del puro ejercicio que la mera y siempre dudosa ganancia. Hay una gran película francesa sobre eso (como casi sobre todo). Uno, como articulista, no es cosa muy diferente del carterista pro fesional. Se trata, en ambos casos, de un ejercicio de dedos para llevarse unos duros. Y ya no se sabe, a estas alturas, qué cuenta más, si los duros o los dedos. El colaborador es el carterista de la literatura y el periodismo. Uno, ahora, qué le vamos a hacer, es el carterista del señor Polanco, como antes ha sido el carterista de tantos otros, durante treinta años. O el sablista, como ustedes gusten. Uno le coloca al jefe -Cebrián, Polanco, quien sea un rollo convincente, más o menos, y consigue unos duros fijos, al mes o al año, por venderle tan sólo palabras, palabras y palabras. Hamlet, si no hubiera sido príncipe, también habría sido carterista. Me fascinan los que tocan el piano, querido y olvida do Alfonso Paso (la burguesía te glorificó con la misma prisa que te olvidó).
Escribir en una valentine / olívetti, roja, de letra menuda, artesanal y francesa, requiere unos dedos casi tan finos como robar una cartera en el microbús Atocha/Plaza de Castilla, Entre el carterista y el señor de la cartera se establece la relación más íntima posible: la rela ción del dinero. De alguna forma, la víctima ha sido violada en el otro terreno sagrado de su personalidad: el dinero. Sólo hay una cosa tan sagrada como el sexo: la cartera. Los carteristas finos roban más a los hombres que a las descuidadas mujeres, siempre con sus bolsos abiertos: sólo hay una explicación, la dificultad. El arte por el arte.
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