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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El verano de los semidioses

HAY UN teatro cultural que tiene como símbolo el escenario de arena y oro de Marbella y cuya representación se difunde en media docena de publicaciones especializadas, y en novelas, teatro, cine, y llega a los diarios, a la televisión. Personajes caracterizados, cuidadosamente estudiado cada uno ante su propio espejo, interpretan la obra eterna en la que se mezclan el festín y el drama; a veces les roza el ala negra de la tragedia. Amores, separaciones, hijos, dinastías, riquezas, ruinas, envejecimientos, cirugías secretas, triunfos y desastres. Después de todo, una islilla diminuta y unos grupos conflictivos dieron al mundo la tragedia griega, que todavía se representa (a veces se llama, simplemente, Dallas). Quizá si los atridas hubieran sido vistos sin la grandeza de Eurípides o de Sófocles no serían en absoluto semidíoses, sino peleles vacíos y enredadores.Pere en aquella lejana Marbella de los griegos había un sentido moral y una fuerza a la que se daba un valor cósmico, y que se llamaba transgresión. Hoy estas medidas apenas existen. Los códigos de conducta se han ablandado hasta el punto de no ser ni siquiera manchas en la superficie, en el tejido de las distintas capas de sociedad, y a esto le llamamos justamente libertad: una pequeña parte de ese todo enorme e inexistente que es la libertad teórica. El hecho es que ese pequeño gran mundo tiene ya pocas cosas que transgredir, y cuando, a veces, se enfrenta con un obispo antiguo -como los personajes griegos se enfrentaban con los sacerdotes o los arúspices- el asunto se resuelve con un poco de desparpajo y una caricatura mutua. La representación de dioses, semidioses, mortales y semimortales conducía, se dice, a una depuración, a una catarsis del grupo social entero. Aparecía la figura del destino individual y universal, la sensación de castigo: se despertaban el horror y la piedad.

Todo esto tiene ahora un valor distinto. Los semidioses de la costa, que hacen en verano sus máximos esfuerzos, se quedan en la popularidad. Hace unos pocos años parecían destinados a la extinción y al olvido; han pasado ahora a esta figura de la cultura popular. Tal vez porque se han sumado a ellos las nuevas clases o algunos de sus miembros; probablemente porque sus costumbres han dejado de ser un privilegio: se han democratizado. Cualquiera puede hacer ahora su Régine de la discoteca de la esquina y producir las antiguas transgresiones de una manera artesanal y cotidiana. Ya saben que no hay castigo divino, y les gusta ver que unos personajes típicos en una situación típica producen esos mismos comportamientos. Más que el fondo de la cuestión se busca ahora la anécdota: el abalorio, la escenografía, el peinado, el estilo de la danza ritual. Ya ni siquiera tiene un papel importante el juego de la indiscreción, el de la intimidad o el cuerpo sorprendidos. Todavía hace, unos años el fotógrafo aparecía como el Ojo crítico del pueblo: los paparazzi romanos agredidos en la Via Vittorio Veneto o descubiertos en las alacenas del hotel Excelsior aparecían como aquellas moscas terribles de las que aún trató Sartre (Les mouches), y que no eran otra cosa que las Euménides, o las Erinias, persiguiendo implacablemente a los autores de la transgresión. Ahora ya se sabe que es un asunto de compraventa de exclusivas. Y las madres y las hijas de la buena clase media desnudan sus pechos cómoda y tranquilamente entre las multitudes de las playas de moda, entre los cascotes de las riadas y el agua oleaginosa de los petroleros. Los cuerpos han dejado de ser secretos, y sólo cambia una cuestión de decorado y dirección de escena. Hasta el sexo ha perdido su carácter terrorífico. En los relatos que se hacen de los semidioses, y en sus fotografías, lo que forma la cultura popular es, precisamente, que son como nosotros. El paso de la tragedia a la farsa.

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