La sombra
En mi primer viaje a Buenos Aires, allá por 11945, de regreso de la Patagonía, vi a Borges por primera vez, una sombra que al atardecer cruzaba la, plaza de San Martín del brazo de una señora. Lo seguí por las, calles del centro -que no se por qué recuerdo vacías y completamente quietas esa vez- porque tengo la manía de seguir a las personas que me interesan para ver cómo se comportan cuando, no saben que las observan. Se detenía con su acompañante frente a un portal, a una ventana, y brevemente señalaba con su bastón una balconada, arriba, o un farol, explicándole algo a su amiga, y después seguían camino. Entraron en la boca de un metro: los seguí. Se sentaron en un banco a charlar como si estuvieran en una biblioteca o un salón, mientras sucesivamente los trenes se detenían e iban llenando de pasajeros la plataforma, que pronto la volvían a dejar vacía, salvo por esos dos que charlaban en la penumbra, un. diálogo en que yo hubiera querido penetrar pero que se perdía en la sordera de la gran víscera vacía del metro. Otro tren se detuvo, anegando el andén con gente. Borges, entonces, del brazo ole su amiga, se puso de pie y con sus ojos demasiado claros fijos en qué se yo que alucinación se mezcló con aquella multitud, se zambulló en ella como si quisiera sentirla, vivirla, olerla, aunque no pertenecer a cilla. Despejada la plataforma, volvió a su asiento a conversar con su amiga. Repitió esta curiosa zambullida varias veces. Hasta que yo tomé uno de esos trenes y me perdí en los intestinos de Buenos Aires, dejando que Borges y su amiga, que comentaban a los pasajeros, se comentaran también a mí en medio de ese gentío.En ese tiempo Borges tenía para mí todavía un perfil literario más bien borroso. Intentaba evadirme del criollismo arqueologizante de la novela chilena de entonces leyendo a Eduardo Mallea: era, un argentino, un americano, como yo, que no pregonaba como realidad única las luchas sociales, los indios, los campesinos, sino que aceptaba la ciudad, incluso la burguesía, incluso los intelectuales, incluso el arte, como realidades novelables: La bahía de silencio, sobre todo sus capítulos sobre intelectuales jóvenes, me había cautivado, y también Fiesta en noviembre. Pero no Borges. En Chile, una tía y un primo literarios me habían hablado de él como superior a Mallea, pero lo hojeé, lo leí un poco y lo rechacé, tal vez por fidelidad a mi pasión malleana del momento, tal vez por rebeldía a la recomendación que venía de fuente demasiado cercana. Pero en Buenos Aires me hablaron con pasión de él Enrique Ezcurra y Aline Borska, y gente no perteneciente, pero sí aledaña, al grupo de SUR, y lo leí decenas esta vez, y me lo señalaron en la calle, y ya se oía hablar menos de Mallea y más de Borges.
No lo conocí mucho. Pero en estos últimos 12 meses que han cercenado tantas de las más notables figuras de la prosa argentina, de modo que urge constituir una nueva generación rectora, para la que ya parece que va despuntando material: nos hemos quedado sin Mujica Laínez, sin Marta Lynch, sin Pepe Bianco, y sobre todo sin Borges, cuya figura tanto se había agrandado en la historia de la sensibilidad contemporánea, y nos hemos quedado con una sombra que transita, encorvado sobre su bastón, por las calles del centro, y por ellas vuelve a visitar mi recuerdo.
Me lo presentaron hace muchos años en una mesa de café en la calle de Lavalle, un café que quedaba, me parece, frente a la facultad de Letras. Entonces ya lo había leído, lo admiraba, y su inteligencia despertaba la mía produciéndome la mayor perturbación. Esto debe de haber sido en 1959: Blanche Knopf acababa de rechazar la traducción al inglés de sus cuentos, por ser sólo cuentos, un género que le parecía menor, y demasiado literarios para un momento redolente de existencialismo. Los escritores de izquierda lo cuestionaban por exquisito y deshumanizado. Todavía no se había publicado el número internacionalmente consagratorio que le dedicó LHerne. Pero lo leían, lo leíamos y lo admirábamos los que éramos jóvenes. En esa mesa de café un grupo de estudiantes lo rodeaba, discutiendo de los más variados temas. Junto a mí, dos muchachas de existenciales greñas negras discutían un tema de literatura india, no sé a propósito de qué. Borges estaba en el otro extremo de la mesa. De pronto, en desacuerdo sobre un vocablo, una de las muchachas que discutía se inclinó sobre la mesa y le preguntó casi a gritos por sobre la algarabía de las conversaciones, para consultarlo: "Borges..., Borges..., ¿usted sabe sánserito ... ?". Borges se quedó pensando un segundo, la mesa en silencio, hasta que él contestó con su pequeña voz tentativa y balbuceante, oscilando entre la hondura y la ironía: "Bueno, che, no ... ; en fin, nada más que el sánscrito que sabe todo el mundo...", y la mesa estalló en risa.
Pero había algo de verdad en este "sánscrito que sabe todo el mundo" de Borges. Habitante del universo de la cultura, de su inagotable biblioteca interior, para él resultaba natural que existiera ese espacio en común con todos de un "sánscrito que sabe todo el mundo", algo, por cierto, muy remoto de los problemas del compromiso y de los bienintencionados criollismos de la literatura de la cual yo provenía..., si es que provenía de una limitada región geográfica y no de la más amplia y más libre de las preferencias literarias irresponsables con que se estaba formando mi módica y personal biblioteca interior. Más tarde, creo que ese mismo día, lo acompañé hasta su departamento y le hice la primera de mis entrevistas, porque le hice varias durante el curso de los años, aunque no sé en. qué hojas magazinesas periclítadas andarán perdidas: vivo, tremendamente vivo, eso es lo que Borges me pareció en ese enfrentamiento, como un pararrayos enhiesto que capta y procesa y transfórma en descarga individualísima todo lo que está en el aire. Mallea, en cambio, a quien también visité en ese viaje -curiosamente crepuscular, entonces; añejo de tan fino y como desprovisto de un mundo propio fuera de su finura-, era un escritor olvidado por las nuevas generaciones y ya pocos lo recuerdan. ¿Cómo es posible que Borges, que dijo de sí mismo: "vida y muerte le han faltado a mi vida", tenga ahora tan ampliamente las dos, mientras que a Mallea hay que exhumarlo con un cuidado arqueológico si queremos que tenga siquiera algo de ambas?
Recuerdo también otro encuentro con Borges. Con una amiga común pasamos a buscarlo a la biblioteca para llevarlo en taxi a visitar a unas señoritas de Hernández, sobrinas, nietas o bisnicitas del autor de Martín Fierro, que Borges admiraba con el amor que se profesa por un antepasado ilustre. Se decía en Buenos Aires por entonces que estas señoritas de Hernández, profesoras y solteras, si mal no recuerdo, practicaban con mucho éxito e espiritismo y que con frecuencia convocaban a su mesa a su pariente, que gustoso las visitaba. Recuerdo la penumbra de aquel pequeño departamento de clase media muy media, con muebles oscuros, pañitos tejidos y flores artificiales, y la amabilidad con que nos ofrecieron unas galletitas ásperas de probable fabricación casera y un vinito demasiado dulce. Relataron las anteriores visitas de Hernández, y los ojos ciegos de Borges se fueron encendiendo en la pcimmbra: el poeta, nos contaron nuestras anfitrionas, solía recitar desde el otro mundo estrofas del Martín Fierro que no fueron recogidas en el poema publicado. Bajaron aún más la luz. Nos sentamos bajo la pantalla con flecos. Colocamos nuestras manos sobre la mesita y las damas invocaron al ausente. Esperamos mucho rato, pero ninguna voz nos llegó desde ultratumba. Sin embargo, un poco olespués, con las manos aún apoyadas en la mesa bajo la panta],la, escuchamos la voz de Borges, muy baja, muy vibrante, que recitaba: y recitaba no el Martín Fierro de todos conocido, sino páginas inéditas del poema, estrofas perdidas que él, en su amor por esa obra, había almacenado en su prodigiosa memoria y que ahora, en la penumbra, ya que el vate no se hizo presente, ofrecía él transformado en Hernández.
Fuimos a dejar a Borges a su casa. Mi amiga y yo partimos a comer: ella opinó que no eran de veras estrofas de Hernández las que Borges recitó, sino estrofas compuestas por él a la manera de Hernández, lo que no sería extraño en este cultor del pastiche.
La última vez que estuve con él fue cuando desempeñamos el papel de jurado, junto a Sábato, en un concurso del Círculo de Lectores. No creo que me recordara de las múltiples veces que nos encontramos ni que me identificara como persona ni como escritor. Esa vez estuvo en desacuerdo con todos, jugando con nosotros, con nuestras decisiones, tomando invariablemente la posición contraria a la mayoría, haciendo muy engorrosa la votación: siempre cercano a la ironía, su eterna vacilación en el hablar, la eterna corrección de su propio texto oral, que suele presentar varias lecturas contrapuestas y simultáneas, fue como meterse en un laberinto de lucidez. Después, en esta ocasión también lo seguí por las calles del centro de Buenos Aires -la gente se apartaba a su paso, asombrada, como ante una sombra o una aparición-, alejándose para siempre por una esquina, del brazo de María Kodama envuelta en un abrigo de zorros blancos.
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