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La arbitrariedad como espectáculo

Cualquier concentración de masas, desde: las procesiones a los desfiles, sugiere siempre la pregunta sobre el elemento aglutinante -según feroz y sociológica expresión- Prescindiendo de que toda aglomeración comporta una atracción en sí misma y supone un acontecimiento desde el momento en que se produce, lo cierto es que la cuestión no tiene por qué ser evidente. Se me ocurre, por ejemplo, trasladarla al caso del fútbol.La evidencia señala que el público paga su entrada para ver cómo lo practican 22 virtuosos. Sólo los obcecados dan Su dinero por bien empleado después de cada partido. El resto, entre los que destacan los que mayor resistencia oponen al fraude, suele tener más dudas. De los 90 minutos que dura el espectáculo, 60 son de tanteo, 20 de insinuación y 10 para resolver apresuradamente la impasibilidad de los anteriores 80. Las estrellas de este juego famoso tocan el balón una docena de veces en esa hora y media larga, larguísima, y lo pierden después de haber llevado la compunción al alma expectante de las masas. Por lo demás, deambulan y se aburren como la parroquia que los contempla.

Las reglas, por otra parte, de esta parsimonia pedestre no estimulan tampoco la actividad. Cada equipo puede emplear el tiempo que guste en llegar al área contraria (si no llega, ya llegará otro día) y retener la pelota tanto como se lo permita la indolencia o la confabulación del adversario. Y si se da la circunstancia de que ambos han llegado al convencimiento de que el resultado existente es de su común conveniencia, entonces einplean su supuesto talento en matar el tiempo de mil azacanas maneras. Por si fuera poco, un ordenancista precavido -en previsión de algún elemento febril que se empeñara en correr por los espacios libres- inventó la norma del ftiera de juego, que premia el apiñamiento y la moderación en el esfuerzo. No hace falta seguir.

En este marco hostil a todo derroche de energía y de emociones se ha implantado una figura correctora encargada de sembrar de alicientes el pasmoso espectáculo. Se trata del árbitro. Para empezar, no se le'paga, indicándole de esta subrepticia manera que no es perfección ni exactitud lo que se le pide. Y después se le ha provisto de una normativa metafísica, compuesta die nociones y de aprehensiones a las que el ojo humano, limitadoy efímero, no alcanza. Sirva el ejemplo de la regla del fuera de juego. No hay vista que haga concurrir en el mismo campo de visión el lugar donde se encuentra un individuo determinado y el balón que sale del pie de otro si¡tuado a 40 o 50 metros de distancia sin olvidar otras posibilidades, ya que el campo tiene más de 100.

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En este concierto de cosas, al ojo del espectador sólo le despabilan las inciertas intrornisiones de esta figura enlutada en la modorra del juego. En ella se concentra la atención pública y de ella se hacen depender los resultados y las evoluciones del espectáculo. La monótona repetitividad de los movimientos de los atletas, la carencia de ingenio y la resignación colectiva, le convierten en la auténtica estrella. Por su parte, incapaz ole poner en práctica ese reglamento epifenoménico, y tomando sobre sí la responsabilidad de todo lo que ocurre -lo que constituye, al mismo tiempo, una gloriosa oportunidad-, acomete cada una de sus iniciativas con la autoridad y el coraje propios de quien duda del suelo clue pisan sus botas. Ha sustituido la firmeza de sus convicciones, or la firmeza de sus decisiones, el único camino que le había dejado libre su singular posición en el campo.

El gol, síntesis extrema de 90 minutos de historia, no es ya el producto de la estrategia o de las

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fuerzas que se han manifestado para conseguirlo, sino el resultado de una decisión particular surgida de los dominios del árbitro plenipotenciario. Se trata, en resumen, de la apoteosis de la arbitrariedad.

La fascinación del espectador por esa figura que le provoca y consuela de provoca con las decisiones,adversas y su ineptitud (le consuela de las derrotas) ha conseguido dulcificar el rechazo ante un conjunto de factores que hubiera podido llevar la desolación a los estadios. Por el contrario, esa estimulante relación con la autoridad le permite incluso prescindir de lo que hacen los jugadores.

La arbitrariedad, en cuanto representación dramática de una realidad entendida como tal, afirma la identidad del espectador con más energía de la que pudiera desplegar la confrontación entre dos bandos irreconciliables. Se ha quedado vieja la hipótesis de que la identificación se producía con el equipo, canalizando a su través las emociones soterradas.

La fascinación por la competencia, propia de las épocas expansivas en que toda lucha concluía con un paso adelante hacia el progreso y la utopía, ha dejado paso a la fascinación por lo arbitrario, propia de una época descreída y temerosa de las leyes.

La competitividad, fundada en el principio de'que "gana el mejor", ha quedado sin sentido ante el hecho aceptado de que gana el que gana según la indescernible determinación del azar. Los resultados expolican menos que una encarnación viva y palpable de la imposibilidad de todo y, en particular, de un criterio verosímil. Cuando el mundd se derrumbe, sierrírpe quedará un árbitro que pite el final del partido.

Alejandro Gándara es novelista.

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