Plaza del Dos de Mayo
Ni la generosa sangre de los mártires de 1808 ni el abono depositado en el polvo por sucesivas oleadas de pacíficos y alucinados invasores han fertilizado este páramo al que amenaza una posmoderna remodelación que hará brotar la piedra sobre la tierra y enlosará este patio de armas y de Monipodio, escenario de masacres y aquelarres, teatro y ágora en el que los vecinos de Maravillas solventansus querellas.La única especie que surge con fuerza en este desierto son las sillas y los veladores de las terrazas, que nacieron a imitación del primitivo quiosco, cuyos alrededores frecuentan escuálidos camellos que ofrecen a los viandantes sus productos artesanos, indescifrables mezclas, sustancia sin nombre que pregonan con el tradicional: ¿quieres costo, tío?
Estos camellos que giran en los alrededores del oasis atados a la noria de su clandestina reventa han sido afectados por la más terrible de las enfermedades profesionales, sometidos al dominio de otra variedad estupefaciente con nombre zoológico, esclavos del jaco, del burro o, para los profanos, del caballo, bestia de raza tan impura en estos territorios como ese costo que lánguidos y ojerosos ofrecen ellos y ellas.
En su entorno se mueven veteranos alcohólicos que intentan impresionar a los adolescentes con el recuento de sus antiguas hazañas. El barrio produjo en otro tiempo una raza de honorables truhanes, carteristas no violentos, artífices de una esmerada prestidigitación que practicaban en tranvías y trolebuses, en las aglomeraciones del metro y en las amplias aceras de la cercana Gran Vía. Atildados hasta la exageración, con, un toque chulesco, estos profesionales gozaban de un privilegiado estatus entre la aristocracia de Maravillas y se comportaban como caballeros pagando generosas ron das en los bares próximos a la plaza, ayudando a las ancianas en su trabajosa ascensión a las buhardillas con las pesadas bolsas de la compra y repartiendo calderilla con los chaveas.
Cuando los progres de pobladas barbas comenzaron a instalarse en estos terrenos, iniciados los años setenta, triunfaba la iluminada elocuencia de Farreras, alias Billy el Niño, náufrago de aquella generación de héroes, que escenificaba al abrigo del arco de Monteleón escenas de su mítica biografía. Farreras, brillante campeón del peso mosca; Farreras, audaz dinamitero de la FAI en la guerra civil, o Farreras actor propiamente dicho, pistolero imaginario que invitaba a desenfundar al forastero despistado, para regocijo de los fieles.
Hubo un momento en el que la convivencia de los nuevos y los viejos pobladores del barrio parecía posible. Hippies amables, progres que saludaban con beatífica sonrisa a las vecinas entro metidas y aprovechaban para largarles un rollo sobre las maldades del capitalismo, se entretejieron en la peculiar estructura de un barrio decadente pero comunicativo y tolerante, acostumbrado a las invasiones y habituado a la excentricidad por su relación con la cercana universidad de San Bernardo. El barrio, además, estaba en peligro, amenaza do por la expansión nacional-inmobiliaria que pensaba repetir la gesta de Pozas. Maravillas empezaba a llamarse Malasaña, nombre del plan de demolición que llegaba hasta la calle de Manuela Malasaña, legendaria heroína que sufrió ejemplar martirio a manos del gabacho.
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