Burguiba se ratifica como líder indiscutido
Túnez se ha convertido en los últimos días en el centro de atención del Magreb. El presidente Habib Burguiba ha borrado de la escena política a su delfín, el hasta el último martes primer ministro, Mohamed Mzali. La gente está aquí nerviosa. Piensa que el esfuerzo desarrollado en los últimos seis años para fabricar la imagen de un heredero se ha esfumado en unos segundos. Hay problemas en Túnez y, pese a que ha quedado demostrado que quien manda aquí es Burguiba, a punto de cumplir los 84 años, existe un grito constante, aunque subterráneo, entre los ilustrados y los pensadores de izquierdas de que el país ha comenzado a caminar hacia atrás justo cuando se consume biológicamente una etapa de mandato personal desde 1956.
Los avances democráticos, pequeños pero significativos, se esfuman como la esencia; el desequilibrio social es grande; el integrismo empuja cada vez más n sectores de la juventud; hay una crisis económica para algunos insalvable; por primera vez en la historia de este joven país mediterráneo un general alcanza poderes jamás conocidos; las intrigas y los clanes de poder están la orden del día y, lo que es más importante, se empieza a hablar con preocupación de un futuro incierto. ¿Qué pasa en Túnez?Eran las cinco de la tarde del martes 8. Burguiba acababa de despertarse de una siesta, tras una mañana de paseos y baños en la playa de Sjanes, su residencia de verano (a 146 kilómetros de la capital). Con una energía impropia de su edad llamó al corresponsal de la TAP (agencia oficial de noticias) ante palacio y le dictó unas líneas para su inmediata difusión: "Mzali acaba de ser sustituido por Rachid Sfar, ministro de Economía".
El corresponsal acudió inmediatamente al télex. Nadie cuestionó su primicia y los teletipos comenzaron a dar la noticia. Primero fue la radio, a las 18.00 horas, y luego el telediario, a las 20.00. El ministro de la Información se quedó como una piedra; en las reuniones ministeriales corrían los papeles doblados, con la noticia en su interior, de mesa en mesa, y Mzali, que horas antes había almorzado en Túnez con un estrecho colaborador del primer ministro francés, Jacques Chirac, se enteraba por la radio de su destitución.
Tan sólo dos semanas antes, con motivo del 12 congreso del Partido Socialista Desturiano (PSD), en el poder, Burguiba había ratificado a Mzali, de 50 años, como su sucesor. Todos entonces le aplaudían y le sonreían. Hoy nadie habla ya de Mzali, pese a que el viernes le recibió Burguiba para agradecerle los servicios prestados, que se encuentra atrincherado en su residencia a las afueras de Túnez y olvidado, de la noche a la mañana, por quienes antes le hacían la corte. El presidente ha decidido destituirle; como su palabra aquí es incuestionable, todo el aparato sigue lo que dice Burguiba. Y si la decisión ha sido cruel, con mayor crueldad actúa aún el aparato del Estado: Mzali, cuyas actividades, palabras y discursos públicos acaparaban días antes en titulares las seis columnas de la primera página del periódico oficial L'Action, ahora ni siquiera aparece citado entre líneas.
Mzali es ya un cadáver político. Como el propio hijo del presidente o su esposa, la otrora influyente Wasilla Ben Ammar, hoy desterrada en el extranjero y ni siquiera mencionada en público por aquellos ministros que tan sólo hace unos meses acudían a Cartago a rendirle pleitesía. Todo el mundo teme aquí a Burguiba, indiscutido líder de este país, pero si su palabra es breve al tomar una decisión de este tipo, largo es el eco de su aparato, capaz de borrar en sólo segundos de la atención pública para siempre no sólo a un delfín cuya imagen popular ha costado años fabricar, sino a sus familiares más directos caídos en desgracia. En Túnez nadie se salva, a excepción de Burguiba.
Subidas del pan
Los clanes han provocado la caída de Mzali. El ex primer ministro, un político populista abierto a Occidente y que caía simpático a las administraciones francesas de los últimos años, adoptó en enero de 1984 una posición valiente, aunque impopular, que fue la tristemente famosa subida del pan. Mzali era prácticamente entonces un recién llegado, a pesar que desde 1965 ocupaba altos cargos en la Administración tunecina, porque en este país, en el que, sin embargo, se permite hoy día la pluralidad política, sólo manda el combatiente supremo, que es como se conoce aquí a Burguiba. El dar la cara por la subida le costó a Mzali un levantamiento popular, con 94 muertos en enfrentamientos con la policía en las calles y la oposición de varios ministros, hoy todos autoexiliados en el extranjero, que se mostraron contrarios a la represión policial.Dos años y medio después la historia se repite. El país, con un desequilibrio social acentuado, tiene un déficit suplementario de 230 millones de dinares (48.300 millones de pesetas) en la balanza de pagos. El déficit presupuestario se excede en 130 millones de dinares; no entran divisas porque los turistas extranjeros, temerosos de la inestabilidad de esta zona del Mediterráneo (tres bombardeos en sólo siete meses) han reducido su presencia en este país; los precios del petróleo y los fasfatos, recursos a exportar por Túnez, están a la baja; los libios adeudan al país 200 millones de dinares; los recursos agrícolas tienen dificultades de entrar en la Comunidad Europea por la reciente ampliación a doce y hay corrupción en la Administración (los ex presidentes de Tunis Air y de la Unión Internacional de Bancos están en la cárcel).
No había más remedio que buscar dentro del país la posibilidad de sanear la economía y se pensó en lo más difícil: subir los productos alimenticios básicos: harina, aceite y azúcar.
El plan económico lo proyecta el entonces ministro de Economía y hoy segundo del sistema, Sfar, un técnico, tres años mayor que Mzali, que no es de Monastir, como generalmente son los hombres del presidente, y que estima que hay que dar el paso cuanto antes. La calle está garantizada, porque al frente del Ministerio del Interior, elevado a este puesto por Mzali, está el general Zine el Abidine Ben Ali, de 49 años, un experto en inteligencia. Sólo quedaba la persona que tenía que dar la cara por televisión, Mzali. Pero éste se niega a anunciar la subida de los precios. La desobediencia de Mzali aplaza, de momento, para no alimentar más el escándalo, esta decisión económica, y el entonces primer ministro pasa, de la noche a la mañana, a ser un cadáver político, al menos en el burguibismo.
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