La desmedida
Como mínimo, les falta sosiego, paciencia para recapacitar. La inquietud se la han ganado. Aunque el cerebro hace sus martingalas justificatorias, elípticas y éticas para salir de los atolladeros en que la evidencia le señala como responsable, siempre queda malmetido en el cajón algún borde delator de la conciencia. Y entonces es un hormiguillo, un no sé qué me pasa, un arrascarse. Alguna compensación tendríamos los parias.Les falta el sentido de la proporción y, como correlato, el de la perspectiva. El referéndum sobre la OTAN fue algo más que la fatiga de ir hasta la urna o encontrarles todo el día metidos en el ojo del televisor. Ante aquella pregunta indescifrable, casi alegórica, el que más y el que menos atravesó una crisis de ofuscación. Se planteó como una guerra, donde todo análisis inaugura el camino de la subversión, y aparecieron traidores y delatores, patriotas y apátridas. Del hecho de plantear aquella consulta como conflicto entre beligerantes, de resucitar el viejo encarnizamiento, se obtuvo la ventaja desigual (sobre la base de los medios de que cada una de las partes disponía) de poner en práctica el arriesgado principio de todo vale. Principio que sólo tiene capacidad para demarcar los campos de batalla y afines. Y que tiene la desventaja, como cuando se saca al ejército de los cuarteles, de que después uno no puede guardárselo en el bolsillo del chaleco cuando le viene en gana.
En la escalada pragmática del Gobierno socialista se alcanzó entonces el punto de no retorno, y las dudas que aún quedaban sobre su decision de llevar a cabo un proyecto se disiparon.
Una vez concluidas las hostilidades -que, como en su arranque, siempre lo hacen sin acuerdo mutuo- surgieron como desde puntos oscuros e indeterminados los augurios de una nueva intentona militar. Primero fue un rumor denso y absurdo. Luego, una encuesta en la que se medía ese miedo y el miedo salía ganando. Más tarde, una desarticulación de grupo raro y monocefálico, con aeropuertos parisienses y extremistas norteafricanos. Se deshizo el rumor, se confirmó la encuesta, se demostró la mano urgente y poderosa del Ejecutivo, se hizo el silencio y sobrevino una tranquilidad inquietante, como la que sigue a una tormenta fuera de estación.
Cómo en aquel paisaje de obstáculos políticos arruinados, de calma victoriosa y de política conservadora se extendió una inquietud semejante es algo que pasó sin mayor análisis ni desconcierto. De asignarle un origen, habría que buscarlo en las
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secuelas del referéndum y en las fuerzas que se agitaron en él. El mes de febrero transcurrió entre citas del Apocalipsis y un presidente que no se haría cargo de una contestación negativa a la pregunta que él había decidido postular. El referéndum se lo ganó el miedo a un pueblo que no sabe vivir sin él y que, con la sabiduría del impotente, no quiere renunciar a su historia. Después del referéndum, el pueblo más pacifista de Europa se había convertido en el más asustado del mundo. La ficción de que con la democracia había conseguido transformar modélicamente su destino se vino abajo con la suavidad y el silencio de una cuartilla caída desde un décimo piso. Se quedaba solo otra vez frente a los fantasmas ancestrales de la fatalidad española. Perdió en un solo día la convicción optimista de que dirigía libremente el curso de los asuntos que le concernían, que había ganado a lo largo de 10 años.
Solo y ante los ingrávidos fantasmas de la historia, empezó a revivirlos uno a uno. Y el más reciente era el del golpe militar. Ahí se acabaron los sueños y las mentiras piadosas, y la benevolente entelequia de su sistema político.
Conscientes o no del principio -todo vale- que habían puesto en práctica, conscientes o no del pánico que circulaba, los dirigentes socialistas convocaron elecciones para el mes de junio, previo y sospechable análisis de salir favorecidos en ellas. Aparte de la suposición de que guarden en sus carteras las verdaderas razones de la victoria que anuncian, lo cierto es que son responsables tanto de la consciencia como de la falta de ella. Tanto si piensan instalar su trono entre las ingles del miedo de forma premeditada como si imaginan su triunfo como el último giro de la rueda de marzo.
Como mínimo, les falta inteligencia. Los generales pactan treguas, y cuando la guerra termina se inician los períodos de reconstrucción pacífica. Hay que restañar heridas y concluir balances. Pero ellos tienen prisa. Volverán a echamos encima el fárrago de los proyectos absurdos y el peso de las disputas inservibles. El hormiguillo no les deja pararse. No quieren que se pare nadie. Ni siquiera los vencidos merecen el reposo. De todas formas, ellos no quieren vencidos, sino gobernados.
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