La estética de España
Lo característico del equipo español es que rehúye su caracterización. Un paso más y se puede decir que no tiene juego. Juega o parece que juega, pero no tiene juego. A diferencia de los otros equipos que poseen articulaciones, cigüeñales y poleas para transmitir el balón, conseguir avanzar o retroceder, la selección de España es una colección de piezas echadas sobre el césped. Una a una, no parecen en mal estado y tampoco, si llega el caso, acercando uno de estos fragmentos a otro, resulta un par perverso, pero su estado es ante todo la fragmentación, y su geografía, el archipiélago. No basta decir aqui, como es común, que la media no engarza con la delantera o la defensa se quiebra en sí misma. Más que eso, el equipo es un completo surtido de intervalos y fracturas. Tiene en consecuencia poco sentido hablar del funcionamiento del conjunto, de la cooperación entre líneas o del juego total.Considerado este equipo desde el punto de vista de la mecánica, valdría decir que la articulación no existe. Abordado desde un punto de vista sentimental, se concluiría que los jugadores no se aman. Los elementos pastan por sus demarcaciones como segmentos que no pueden aspirar sino a la fugacidad de una palabra, a la premura de un enlace, al azar de una cópula que acaso no volverá a repetirse más. Están juntos, pero no parecen acompañados; se abrazan tras los goles, pero el racimo parece formarse entre desconocidos que celebran repentinamente sobre un pedrusco haber vencido un naufragio. Durante el juego, y exceptuando contactos bilaterales, evolucionan con el porte de los presidiarios cuando salen al patio en la hora del paseo. Se observan de lejos, cruzan alguna mirada, ambulan de dos en dos o de tres en tres, para apartarse pronto y aplazar la condensación en grupo. El equipo cruza entre sí alguna frase suelta, pero carece en definitiva de conversación. Y todo campeón necesita el disfrute de esta oratoria interna.
Se explica así, en este panorama de partículas aisladas y vocablos sueltos, que, de súbito, dentro de la misma indeterminación del cosmos, suceda algo imprevisible. Como con el caleidoscopio y el teatro de Becket, se forman frecuentes figuras que no conducen a nada, pero, de pronto, como un destino, surge magnífica. Imposible, pues, hacer un pronóstico sobre la capacidad de este equipo para superar una eliminatoria. Más allá de la intrínseca condición que define a otros, a los que se puede enjuiciar por el modelo de su juego, la entonación de sus ritmos, esta selección es rebelde a la melodía y al diseño.
Los aficionados españoles seguimos al equipo con esa adicción que, en este caso, sólo excusa la antropología. Queremos que triunfe España porque no vamos a pireferir, puestos a escoger, que el partido lo gane un extraño, pero francamente es difícil enamorarse de este equipo. Desgreñado, fragmentado, espasmódico, indeterminable. Su estampa -incluso siendo benévolo con esa terrible obstinación de alinear dos puntas de tan desigual talla- es calamitosa.
Desde hace décadas la selección no ha producido un encuentro en plenitud estética y esto, bien que mal, ayuda a soportar el espectáculo, pero es duro, cuando se está viendo la apostura de otras selecciones, aceptar quela nuestra pueda ser buena y fea. Más bien, la conclusión del aficionado es que es éste y no otro el equipo que se llama España y, a finde cuentas, no se puede elegir a los parientes. Nuestra resignación, sin embargo, no suple la nostalgia del encantamiento.
Fíjense, tenía para mí la esperanza de que, correspondiéndonos jugar con Dinamarca, acabarían sucumbiendo ellos solos a manos del insufrible diseño de sus camisetas. No he abandonado todavía este pronóstico, pero es indudable que, tras cada nueva evasión en la que se nos permite ver la destartalada imagen de España, la apuesta se debilita mucho.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.