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La fabricación del enemigo

En el sigloVI antes de Cristo decía Heráclito el Oscuro que el carácter propio de cada hombre es su daimon. En las postrimerías del siglo XX, cuando genios y dioses han huido, podemos observar que el actual Estado bélico-industrial-nuclear no sólo se dedica a fabricar armas y mercaneías, sitio también amenazantes demonios. Son muy útiles, incluso necesarios. Prolongan la vieja función alienante del terror: según Lucrecio, el temor hizo a los dioses; hoy levanta la idolatría del Estado fuerte y autoritario, del nuevo Estado guardián.Una relevante figura de la política defensiva norteamericana lo proclamaba paladinamente hace ya unos años: "Las democracias no estarán dispuestas al sacrificio para proteger su seguridad en la ausencia de un sentimiento de peligro. Cada vez que producimos la impresión de que nosotros y los soviéticos estamos moderando la competencia disminuimos tal sentido de aprensión". La articulación de los mitos manipulantes se convierte entonces en un ejercicio de equilibrio casi circense. Por una parte, hay que mantener funambúlicamente la invocación de la democracia como mito histórico y recurso legitimador; por otra, frenar su natural desarrollo hacia horizontes pacíficos. Para conseguirlo es preciso demonizar la realidad, presentar la imagen de un enemigo acechante, revestir la figura del otro de signos cainitas.

La estrategia de la tensión psicológica hácese, entonces, un imperativo. Posee ya una apreciable historia, pero, además, en nuestros días está adquiriendo una intensidad y encrespamiento verdaderamente inquietantes, cegando las posibilidades de que la sociedad internacional pueda afrontar responsablemente los grandes problemas que la civilización científica y técnica suscita.

Ya no se habla de la pista búlgara ayer famosa. Establecida la inconsistencia de sus pruebas, se desvaneció como un castillo de arena. Sin embargo, durante largo tiempo cumplió con literalidad casi caricaturesca la función demonizadora: señalar detrás de un atentado contra el Papa la mano oculta y satánica del "comunismo internacional". Y en el fondo anímico del indefenso receptor de informaciones, afectado por el desigual peso de la fabulación cultivada y la verdad final meramente susurrada, la primera de ellas ha marcado su inevitable huella.

La más reciente y llamativa ofensiva se ha dirigido hacia dos puntos geográficos, Libia y Chernobil, en que acontecimiento is obviamente muy diversos han resultado, no obstante, de común utilidad para desarrollar ante nuestros ciudadanos la imagen del mítico Occidente como una isla circundada de monstruos infernales.

El accidente, inmediata, velocísimamente designado como "catástrofe", de Chernobil nos ha brindado el espectáculo de una carrera desenfrenada en pos de las informaciones que más alarmantes pudieran resultar: miles de muertes inmediatas, fosas comunes, explosiones que no cesan, nubes radiactivas que azotan desde nuestras playas mediterráneas hasta Japón. Sorprende que, ante tan serios problemas de fondo como los que un accidente de una central nuclear sin duda plantea, se actuara con tanta irresponsabilidad, lanzando cualquier noticia que potenciara las dimensiones del desastre o desautorizara al mundo soviético, aunque la fuente informativa, cual en un telediario ocurrió, fuera un radioaficionado. Un lugar común ha sido hablar de la lentitud de los soviéticos en dar información, invocando el esterotipo del secretismo en términos más generales. Los soviéticos, por su parte, niegan que tal lentitud se haya producido,

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pero, sea como fuere, lo que resulta evidente es que la fabulación es peor que el silencio, resulta más grave desinformar que informar tardíamente. Tampoco se debería olvidar que el secreto también es solidario del mundo nuclear en Occidente con sus poderosas implicaciones militares y económicas. La verdadera lección de Chernobill es que los poderes y los efectos de nuestra civilización científico-técnica desbordan las fronteras, son planetarios, requieren ser tratados desde la solidaridad básica de un destino que se ha hecho común. Pretender encajarlos en la dialéctica tribal del amigo y del enemigo puede ser catastrófico.

Sin embargo, con los acontecimientos de Libia fiemos transitado de las acciones psicológicas a las físicas, de la creación en las conciencias de la figura del enemigo a su materialización y escenificación. Ninguna demostración mejor de la realidad del enemigo que la visión de alguien atacado por los nuestros, por las fuerzas defensoras de Occidente. Los soldados disparan con fuego real, luego el enemigo existe tal sería el principio capital de la filosofía de la tensión, de la Reaganlogic de nuestra época. Y el propio universo tecnológico tiene sus exigencias: más allá de la teoría de la disuasión, excesivamente especulativa para entusiasmar a nadie, allende el sofístico si vis pacem para bellum, las armas se autojustifican en su ejercicio, la dinámica de su naturaleza propia conduce, antes o después, a su utilización mortífera. La consecuencia es que hay que montar el espectáculo. Naturalmente, en esta inicial representación conviene cuidar los detalles. En primer lugar, elegir el blanco de tal modo que los propios riesgos físicos sean muy reducidos -requisito especialmente importante cuando la ineficacia militar es tal que las bombas se desparraman, alcanzando las embajadas de los países amigos y dejando indemne a Gaddafi-, amén de que los costes políticos no resulten excesivos. Libia, con su política peculiar, atípica, verdaderamente marginal, ofrecía una víctima propiciatoria. Por otra parte, no se debe olvidar el momento: mejor después del referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN. Y finalmente vienen los problemas de la justificación.

La triste impresión es que en el mundo actual el acto de agresión, cuando es ejercido desde el poder y presentado, por ende, como castigo, genera su propia justificación, al crear el enemigo lo envuelve en la condición de culpable: quien es enemigo en un mundo bien organizado es automáticamente culpable. Así el "tras cornudo apaleado" conviértese en la actual moral del éxito y la integración en "si eres apaleado, de una u otra forma debes ser cornudo" (lo cual puede ser leído -amigos filósofos- débilmente como una injerencia lógica, fuertemente como un imperativo moral hipotético, traspasando la "falacia naturalista"). Pero, evidentemente, el cinismo de fondo debe disfrazarse con el ropaje de la falsa conciencia. Y en tal tarea estamos, buscando afanosamente cualquier pista que pueda implicar a un libio en las siniestras, nunca aclaradas, tramas terroristas que erizan al mundo actual. Aunque, desdichadamente, las pruebas, por razones de seguridad, no puedan ser mostradas públicamente.

Creo que la interpretación del sentido último que ha guiado el ataque a Libia -independientemente de la turbia conciencia de su actores- como manifestación culminante de la dinámica fabricadora del enemigo aparece bastante clara sí examinamos sus resultados. Contradiciendo una vez más las veloces, precipitadas informaciones, ni Gaddafi ha desaparecido, ni ha habido rebelión, sólo vidas inmoladas. No se sabe qué objetivos políticos o militares se han cubierto. Pero -esto es lo decisivo- la popularidad de Reagan ha aumentado, los ciudadanos de Estados Unidos mayoritariamente se apiñan en torno a un líder que no es un ingenuo humanista, que sabe y demuestra que vivimos en un mundo peligroso, en el cual es indispensable anteponer los armamentos a la calidad de vida y golpear fuerte medio siglo después de que Ortega denunciara la invasión de la barbarie en el seno de nuestra civilización, hácese ésta presente no en la figura del hombre-masa, sino en las cúspides del poder político, en la mitología del Estado guardián.

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