Estefanía y yo

Temeroso de miradas demasiado directas, la estrechez del autobús repleto me acorrala contra la emboscada de la última página. En ella, Estefanía de Mónaco aluniza en Madrid por unas horas. Avión privado, cuatro guardaespaldas, gafas metálicas en vez de maquillaje, un centenar de fotógrafos, huracán, codazos, lágrimas de princesa, fuga en un Mercedes, plató de grabación, asustadas miradas... No importa, porque ya sale Pedro Ruíz para calmar a la Prensa. Su hueco programa no puede prescindir de esta hueca perla, cuya contribución a la historia es una línea de bañadores y señuelos de revistas para salas de eterna espera.La fiera comprende y se apacigua. Estefanía emerge. "Prefiere ser feliz a ser princesa". En prueba de ello, cobra 12 millones y acepta cómo regalo un caballo. O sea, algo más de lo que yo, príncipe unigénito de una auténtica familia obrera, obtengo por mis dosificadas confidencias y mi última línea de bañadores nudistas.

No repuesto aún de este doloroso tránsito, desde la vaporosa ilusión hasta la descarnada realidad, se abre ante mí la puerta del autobús privado (de comodidad) y soy empujado al sucio asfalto.