Istanbul, entrevista
"Desde el mar, Istanbul es la más grande maravilla del mundo". Así se expresaba el soberbio narrador levantino que se llamó Vicente Blasco Ibáñez. Tenía Blasco el don prodigioso de recordar con minuciosa perfección los paisajes que recorría en sus viajes infatigables. Su cerebro poseía lo que hoy llamaríamos un videotape de alta perfección. Istanbul es un inmenso conjunto urbano de siete millones de habitantes, desparramados en las riberas del Bósforo. Surge con frecuencia su perfil entre una niebla persistente que forma parte del entorno ciudadano. Los minaretes disparan hacia el cielo encubierto la punta afilada de sus púlpitos convocantes. Las mezquitas gigantescas parecen disputarse entre si primacías del arte, del color o del diseño. El mar se ha vuelto río de color indeciso, y lo surcan naves grandes que fondean a medio canal, transbordadores numerosos, pequeños barcos pesqueros de transporte y de recreo. Una multitud recorre las calles, llena los puentes, invade los bazares. No tiene en su ma yoría el sello del Oriente, sino el de la raza anatólica venida de la península asiática. Hay un tráfico intenso, en apariencia desordenado, pero que fluye, a pesar de todo, obedeciendo al principio científico de Prigogine sobre el caos del que sale la ordenación. El Cuerno de Oro es un canal de agua navegable que condicionó con su presencia muchos episodios de la historia accidentada de la ciudad. ¿Por qué esa denominación? Dicen -yo no lo he visto- que en las tardes de niebla espesa, y al atardecer, mientras el sol se pone en Europa y por Asia llega la noche, se eleva en el aire un extraño polvillo que se torna dorado y es como un último regalo cromático de la jornada a los transeúntes. Algunos lo han llamado "el polvo de la historia", mientras que los analistas del urbanismo sostienen que se trata de una polución atmosférica originada en el tráfico y en los humos domésticos. "Un tesoro de basuras que está hecho de la basura de muchos tesoros", como decía el personaje de la farsa benaventina.Se ilumina la noche, y el islote imperial reluce como un palacio fantástico sobre el oscuro verde de los jardines. Un interminable cortejo de faros cruza el puente intercontinental que religa Europa con Asia, como un día, no demasiado lejano, la ingeniería hispano-marroquí vinculará entre sí las Columnas de Hércules. Desde el último piso de un hotel americano contemplo las orillas del largo estrecho que lleva al mar Negro y al mar de Azov, por donde discurrían los inmensos caiques de vela y remo de los sultanes, anticipo histórico de los grandes yates de vela de recreo de nuestro tiempo. También al pie de mi observatorio me señalan el rincón con un palacio veraniego y varadero que pertenece a la Embajada española desde los tiempos del marqués de Almenara, reinando Carlos IV, según me dice nuestro activo embajador, Villanueva.
Uno de los grandes misterios de la especie humana es la adscripción secular e insistente a una concreta topografía de ciertas ciudades. ¿Por qué Roma, Jerusalén, Londres, París, Atenas, Viena, Barcelona? En unos casos fue el comercio o el río. Pero en otros, un extraño efluvio procedente quizá del cuerpo interior del planeta, tan mal conocido. Istanbul fue depósito mercantil, puerto de pasaje, límite del imperio de Roma, cuna de la segunda Roma, madre de la tercer asiento de la grandeza turca, sultanato poderoso, hombre enfermo de la Europa decimonónica, urbe sin capitalidad. Desfile histórico sin precedentes. Ciudad impar.
Bizancio es un mundo, para nosotros, occidentales, en buena parte desconocido. Los historiadores del pasado siglo, con raras excepciones, marginaron ese trozo de la historia universal, deslumbrados por la grandeza del friso romano. Me gusta deambular por el interior de Haigha Sophia soñando, en el hoy recinto museístico, la trayectoria de la Roma oriental. Los expertos acentúan la magnitud de la cúpula del inmenso templo y sus tremendos avatares de caídas, de
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rumbamientos, terremotos y reconstrucciones. Pero quizá los mosaicos, tapados, recuperados, vueltos a enyesar y libres -unos pocos- ¡al fin!, sean lo más sugestivo del edificio. Los rostros, un tanto hieráticos, revelan dramas psicológicos y rencores vitales. Justiniano tiene aire de intelectual dubitativo, y Teodora, de fémina atroz e intrigante. Quizá Procopio exageré en su diario secreto las atrocidades que le atribuye. Pero en la serie de las mujeres dominantes de la historia -las Catalinas, María Teresas, Isabeles, Lucrecias, Julias, Evitas y Margaretas-, a ella le corresponde un nicho relevante.
Extraña fue, en esa secular y sofisticada cultura, la importancia de la imagen, del rostro humano, en las polérnicas conceptuales. Que los iconoclastas se convirtieran en secta poderosa -y victoriosa- arrasando la mayoría de los testimonios pictóricos de la época parece un dato chocante e inverosímil, aunque se fundase en supuestos argunientos teológicos. Había un cierto horror o temor a la representación gráfica de la persona, como si ésta contuviera un conjuro secreto perturbador. Un historiador francés subraya el hecho de que el castigo que se imponía en Bizancio a prisioneros de guerra o enemigos públicos era el de saltarles los ojos para dejarlos en la oscuridad de la ceguera. Una especie de iconoclastia al revés.
La segunda Roma perece a manos del empuje militar otomano a fines del siglo XV. La tercera Roma, la Iglesia cristiana oriental, separada del rito y del credo latino, fue en realidad la de Rusia, la del Imperio futuro de los zares. Moscú es el tercer Capítulo de esa inmensa y compleja aventura de la fe cristiana, rota en la tragedia de las iglesias separadas. La identificación de los fines de la Iglesia y el Estado, nacida en Constantino y realizada en Constantinopla, es hoy un lejano y olvidado capítulo en la Iglesia de Roma. Pero quizá se halle en las fronteras de Polonia, hacia el Este, el límite de la fecunda y esperanzadora idea de que el cristianismo es, ante todo, la libertad interior del hombre.
Del inmenso conjunto del Topkapi o residencia sultánica hay quizá un trozo más misterioso y secreto que. los restantes, porque conserva más intacta autenticidad. Es el serrallo o harén. ¿Almacén de mujeres? ¿Jardín de delicias? ¿Paraíso a cuenta? ¿Colección de huríes? ¿Privilegio coránico para los elegidos? Nuestro romancero describía con fruición esos parajes: "Alegre estaba el Gran Turco,/ de contento no cabía. / En un carro de marfil / a su palacio volvía. / Preguntó por sus mujeres, / que más de treinta tenía. / De una en una las besaba/ con amor que las tenía".
Los edificios son múltiples y entreverados. Patios de columnas. Baños con calentadores. Salones alfombrados para el juego y el retozo. Y entre el decorado árabe insistente, de pronto, el es pejo barroco dorado del siglo XVII, traído desde París. Un mullido colchón aterciopelado para sentarse el sultán en cucli llas, bajo el testero riquísimo. Mirillas en lo alto, tras las celosías. Rumor de aguas para diluir las conversaciones susurradas. Garita exterior con eunuco negro vigilante. Garita interior con eunuco vigilante blanco. Salimos del dédalo amoroso con ayuda del guía, que tal es la espesura del laberinto. Hay algo de opresivo y de sórdido en este antro sexual. Los que pensamos que la mujeres la eternidad en la vida del hombre no podemos evitar un cierto clima desasosegado al recorrer el inmenso pabellón.
Uno de los largos anexos al palacio contiene vajillas, porcelanas, cristales, oro, plata y joyas innumerables. En otro se exhiben los uniformes sedosos, complejos, rutilantes, de los grandes sultanes del Bósforo. Un alarde de fantasía, riqueza y poder. Gobierno de la imagen deslumbrante, apta para captar multitudes y suscitar obediencias. En el mausoleo ciclópeo de Attaturk, en Ankara, hay, en cambio, un museo de los trajes del fundador de la República. Junto a uno o dos uniformes, el resto son el esmoquin, el frac, los trajes cruzados oscuros, las chaquetas de sport o de caza, la indumentaria burguesa del. homo qualunque de nuestro tiempo. ¡Curioso cotejo de las dos Turquías!
Istanbul, entrevista en unas horas, me recuerda la primera visita mía a la entonces todavía llamada en Occidente Constantinopla, en 1930, acompañando a mi madre, viajera entusiasta e intrépida. Compré en esa ocasión un viejo grabado romántico de un velero navegando por el Bósforo. Lo he buscado al volver a casa y recordado el poético comentario de mi amigo José María Álvarez: "Quizá el antiguo grabador nos dejó en esta lámina su sueño de otra vida. Muchos años después, en otro hombre, despierta el mismo anhelo".
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