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La imbecilidad, ¿a quién sirve?,

No es raro que uno le siga dando vueltas a ciertas cosas. La resaca de la victoria y de la derrota -por muy impostoras que ambas sean, como decía un conocido escritor inglés- suele tener tal efecto. Surge con fuerza un impulso a repensar lo que se hizo y una tendencia irreprimible a desempolvar eso que de modo vago se llama la acción política. Es ocasión para releer, más que para leer. Y en ello estaba cuando tropecé con un escrito de Noam Chomsky sobre el pacifismo revolucionario en el que un interlocutor le advertía que en estas cuestiones valía más el pragmatismo que los consejos. Según dicho interlocutor, sería más eficaz poner delante de las narices lo estúpida que es la gente cuando se dedica a la guerra que toda una sarta de supuestas razones morales. Y, naturalmente, todo lo que vale para la guerra en acto valdría para la guerra en potencia (aunque no se sabe ya muy bien en cuál de los dos estadios nos encontramos).Uno topa, efectivamente, con la estupidez. Tema excitante a lo largo de la literatura universal. Más de un escritor ha pasado a la posteridad por su pasión en el estudio de la imbecilidad humana. Infinita, según la Biblia. Y nada digamos del príncipe de los políticos, Maquiavelo, para quien la ausencia de paz no procede de la maldad, sino de la imbecilidad humana. En la estupidez, en fin, estamos.

Vivimos, no obstante, en una doble tradición que no mira con los mismos ojos la tontería. Para los griegos, uno de sus pensamientos centrales consistía en no tentar al destino, en no pasarse, en saber controlarse, en no cometer la imprudencia de ser tontos. Para los cristianos, bien alejados en sus comienzos de cualquier especulación, lo que es sabiduría para el mundo (así se expresaba al menos san Pablo, quien, dicho de paso, no debía de tener un pelo de tonto) se reduce a vanidad. Convendría, más bien, entontecerse a los ojos de la gente. Otros le completarán añadiendo que hay que creer desde el absurdo. Una astucia suprema convertiría la imbecilidad aparente en fuente de verdad. El resultado es que, fruto como somos de ambas tradiciones, no es fácil usar como argumento la estupidez. Al menos no se acabará convenciendo a nadie fácilmente por el hecho de que se le llame tonto. Por mucho que Hume pensara que los hombres preferimos pasar por malos antes que por necios. Eso debe de ser una especie de pose. En realidad, parece más fácil unirse en lo tonto, en la dejadez mental, en la inercia del pensar, en la más idiota resolución.

Si esto es así, no es ninguna ofensa suponer que ante cualquier cuestión crucial (pienso, no lo oculto, en el referéndum sobre la OTAN, pero es éste sólo un ejemplo que podría extenderse ilimitadamente) la mejor explicación consistirá en recurrir a este tipo de mecanismos por encima de cualquier otro. Como pueblo reaccionaríamos a lo tonto. (Lo

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cual, desde luego, no implica que los dirigentes sean listos; pueden ser mucho más tontos todavía. Y, lo que es peor, serían perversos si su función se redujera a promover las partes más dormidas de nuestra alma. Las consignas que hablan de adaptarse a lo que la gente es capaz de hacer en este o aquel momento adolecerían, por tanto, de mayor imbecilidad aún' o de mala voluntad.) Con lo cual, la idea roussoniana de que nos salvamos de nosotros mismos en una voluntad general habría que interpretarla como una metáfora. La metáfora significaría que, puesto que somos bastante tontos, lo mejor es olvidarnos de ello.

La imbecilidad sigue en medio, desafiante. No se trata de una mera fatalidad al estilo de la que predica Braudillard. Éste nos conmina a desentendernos de toda crítica política porque ésta no sería ya posible. Habría muerto el sujeto de la crítica. La acción política, más que inútil, sería vana. La meditatio imbecilitatis, sin embargo, no dice que los caminos estén trillados o que el sujeto sea impotente. Dice, autocríticamente, que uno no construye nada que no tenga. Y que todos hemos de aplicarnos el cuento.

Si, como indicó Freud en su psicología de las masas, éstas pueden fusionarse hasta el delirio en un entusiasmo común; la imbecilidad, compuesta de miedos pequeños, de fantasmas sin figura, de deseos medio consentidos, de pensamientos a bajo vuelo, puede ser el solar de una sociedad después bautizada con todos los títulos que se quiera. Cuando Hume -otra vez Hume- hablaba de la tristeza de la moral, se refería a que ésta no es normalmente heroica y tiende, por tanto, a la insensibilidad de lo repetitivo. Sólo que en nuestro caso no se trata de la simple tristeza, sino de la desnuda estupidez. Porque la misma persona que consiente, se arrepiente inmediatamente, se da lástima a sí misma, no goza con su acto, siente vergüenza de entregarse a lo que desprecia, ignora o piensa que es un robo.

La historia del referéndum era sólo un ejemplo. No todo es descaro del poder, actitud antidemocrática, imposición por las buenas o por las malas. El poder hace un guiño a la complicidad de la gente, a esa zona imbécil que se revela después enormemente constructiva. Un aviso para todos. Y un recuerdo de modo muy especial para los que aún confiamos en que la forma de representación política que importa es aquella en la que el pueblo se representa a sí mismo. Sólo él a sí mismo.

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