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La izquierda y las secuelas del referéndum

Una vez que las aguas han vuelto a su cauce, tras el maremoto del referéndum, se percibe un rictus de amargura en las diversas fuerzas políticas, aunque, por supuesto, todas se hayan declarado vencedoras. Los partidarios del no, con siete millones de votos, bien pueden enorgullecerse de una "victoria moral". La derecha, después de haberse apropiado hasta de la abstención técnica, se permite una mueca, entre falsa y ridícula, de complacencia. El verdadero ganador, el partido en el Gobierno y, si se me apura, el presidente, que en esta ocasión puso toda lacame en el asador, han hecho muy bien en no echar las campanas al vuelo, a pesar de las semanas de angustia que tuvieron que soportar: hubo momentos en que parecía que se iba al traste la labor de muchos años, simplemente por haber provocado el azar con un envite demasiado fuerte. Deslizarse por una carretera llena de curvas, cuesta abajo, a 180 kilómetros por hora, y sin frenos, aunque por milagro se salga con vida, no es prueba de excesiva responsabilidad. Cierto que la dirección del partido socialista ha jugado también fuerte en el pasado, ganando hasta ahora todas las apuestas. Pero el buen político se distingue tanto por el don de conseguir las metas que se propone como por la capacidad de minimizar los riesgos en la búsqueda de sus objetivos. Una cosa es predicar la "ética de la responsabilidad" y otra muy diferente practicarla.Excepto para aquellos que creyeron, con una sobredosis de idealismo ingenuo, que el triunfo del no cambiaría positivamente el curso de la historia, la sensación más generalizada es de alivio, eso sí, teñido de congoja en los que poseen alguna sensibilidad democrática. Porque el hecho que algunos habíamos anunciado, y que ahora lamentamos, es que, de la refriega del referéndum, la que ha salido más dañada es la endeble democracia española. Hacerse cargo de la situación actual supone dar cuenta de esta doble sensación de desahogo y de amargura.

En primer lugar, un sentimiento de alivio. En las condiciones en que se planteaba el referéndum -y no podía plantearse en otras, al incidir la cuestión debatida en la médula misma de la política nacional-, una victoria del no hubiera abierto un período de incertidumbre que muy probablemente se hubiera cerrado con el triunfo de la derecha monda y dura. En la relación de fuerzas actualmente existentes, tanto en España como en la Europa a la que nos hemos vinculado, por sorprendentes y hasta esperanzadores que hubieran sido los vericuetos que nos hubiera tocado recorrer, resulta imposible imaginar al final otro resultado. Junto al voto marginal de la ultraderecha hay que añadir un voto de castigo de la derecha llamada civilizada, difícil de cuantificar, pero mucho más amplio que, apoyado por la abstención, esperaba de la derrota del Gobierno la ocasión anhelada para recuperar el poder. El que entre los firmantes del sí apareciese Rafael Sánchez Ferlosio me hizo barruntar incluso el peligro de una intervención militar; el ilustre escritor debía temer esta eventualidad para lanzarse a una, batalla que cualquiera que haya leído sus artículos sabe que no podía ser la suya.

El que la victoria del no hubiera tenido consecuencias muy diferentes de las que esperaban sus defensores más entusiastas no quita que una posición coherente de izquierda, puesta en el dilema de tener que elegir entre la permanencia o la salida de la OTAN, haya de inclinarse por lo segundo. Afirmar que la permanencia representa una opción de izquierda que, como se ha visto, coincide con el izquierdismo propio de los banqueros, es prueba de estolidez o de mala fe. Sobran las razones para defender la safida desde una perspectiva de izquierda, así como resultan obvias las que aconsejan la permanencia, si lo que se pretende es la consolidación de las estructuras sociales, económicas y políticas establecidas. Ahora bien, no se hace política tan sólo, ni siquiera principalmente, con razones y argumentos -que no le faltan a la izquierda-, sino con fuerzas sociales organizadas, capaces de conseguir sus objetivos, y en esto anda mucho más floja.

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Resulta evidente que, hoy por hoy, no existe en España un entramado social y político lo suficientemente organizado para llevar adelante con alguna posibilidad de éxito la política que se hubiera derivado del triunfo del no. De ahí la irresponsabilidad de los grupos y partidos de izquierda que exigieron el referéndum, empeñados en dar una batalla, perdida de antemano, fuese cual fuese el resultado de las urnas. Aunque en el fidgor de la pelea sea otra la impresión, las derrotas nunca han hecho avanzar a la izquierda. Se han quemado muchas ilusiones y expectativas por el afán obsesivo de recuperar posiciones en aquellos líderes y partidos que habían quedado descolgados en las últimas etapas de la transición. Pero también es patente la irresponsabilidad de los socialistas, al colocar a la izquierda en la alternativa de, o bien plegarse al sí para evitar males mayores, lo que supone renunciar a su discurso o falsearlo por completo, o bien arriesgar

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La izquierda y las secuelas del referéndum

Viene de la página 11que, si ganase el no, sin salir, desde luego, de la OTAN, la crisis se cerrase con la implantación violenta o constitucional de la derecha más dura.

Se comprende la sensación de alivio cuando se sabe que cuanto más hubiese amagado la izquierda, en la actual relación de fuerzas, mayor hubiera sido el revés. La historia del movimiento obrero está llena de luchas que, no por menos justas, se han perdido con consecuencias catastróficas. ¿Qué hacer cuando se convoca una huelga que une a la clase obrera y que, en las condiciones en que se da, resulta claro que no existe la menor posibilidad de ganarla? Por lo pronto, esforzarse en convencer, poniendo de manifiesto las consecuencias de una probable derrota, pero si, a pesar de los avisos, se convoca, pienso que a la gente de izquierda no le queda otra salida digna que apoyar y solidarizarse con los perdedores.

Con mis modestas fuerzas intenté en vano mostrar la inoportunidad del referéndum desde una óptica de izquierda, cosechando tan sólo incomprensión, cuando no hostilidad. Ahora que se han apaciguado los ánimos con la lejanía de unas cuantas semanas, y una vez libres de lo peor -una crisis grave que hubiera terminado con la implantación de la derecha para largo-, conviene hacer recuento de los descalabros que comporta la victoria del . Es un análisis que seguramente levantará la misma incomprensión, pero que resulta imprescindible para cualquier reflexión política que concierna al futuro de la izquierda en nuestro país.

Decía que la democracia ha sido la más dañada con la celebración del referéndum; afirmación que, a primera vista, puede producir no poco escándalo. ¿Acaso consultar al pueblo en una cuestión crucial no es prueba concluyente de vitalidad democrática? Repárese que con un sí categórico sólo pueden contestar aquellos que estén dispuestos a transformar la democracia parlamentaria en una plebiscitaria. Porque si es bueno y democrático consultar directamente al pueblo en las cuestiones fundamentales que le atañen, ¿por qué no hacerlo con regularidad en todos los asuntos básicos, máxime cuando están estrechamente relacionados y la política exterior o de defensa no puede deslindarse de la económica o social?

Buena parte de los estropicios más graves proviene de la confusión, y consiguiente manipulación, que han sufrido la idea y la práctica de democracia, ambas tan débilmente asentadas en nuestro país. Habría que extenderse en los peligros que comporta la democracia plebiscitaria que tan bien encaja en la moderna sociedad de masas y que el monopolio radiotelevisivo hace tan operante. Dada la complejidad y estructuración jerárquica de las sociedades capitalistas tardías, habría que poner de manifiesto cómo la democracia directa de masas, aun siendo en principio la más indiscutible, disminuye de hecho el espacio real, ya de por sí muy estrecho, de auténtica participación democrática. En tela de juicio ha quedado el talante democrático de los que, por lo menos en el grado actual de desarrollo social y político, recelamos de la democracia plebiscitaria y televisiva; como prueba de vitalidad democrática, en cambio, nos ofrecen el triste espectáculo que ha dado, salvo raras excepciones, la clase política: unos metiendo la cabeza bajo el ala, a la espera de sacar el mayor partido del fracaso del Gobierno; otros, arriesgando una dura derrota de la izquierda ante la débil expectativa de mejorar sus posiciones personales; en fin, el partido en el Gobierno, adoptando el discurso más conservador, en nombre de un pragmatismo que enfrente conveniencia a conciencia. El que un partido que se quiere de izquierda no haya dudado en arrebatar a la derecha la consigna "en interés de España" habla suficientemente del tamaño del estrago.

Con la denuncia franca de los peligros y trampas del "caudillismo plebiscitario", urge una campaña intensa de esclarecimiento de las virtudes potenciales que conlleva la democracia parlamentaria. Cierto que la experiencia de estos años no ha contribuido a prestigiar al Parlamento, pero el golpe más duro lo ha recibido con la celebración del referéndum, al quedar patente la falta de correspondencia entre la opinión nacional y la parlamentaria. No me hago muchas ilusiones sobre la posible recuperación de un Parlamento al que se accede por un sistema de listas cerradas y bloqueadas, comprensible en un momento de arranque en el que se podía temer que un fraccionamiento y personalismo excesivos originasen una inestabilidad que pudiera ser letal para la democracia, pero que, de mantenerse este sistema a largo plazo, lo será con toda seguridad, al convertir al parlamentario en un autómata intercambiable de la voluntad burocrática de los partidos. Que la consolidación y desarrollo de la democracia -ambos momentos son interdependientes- presente problemas graves de no fácil solución, no nos autoriza a ceder o a abandonar la lucha por la democratización de las instituciones, intentando ampliar los canales de participación real, tanto en la sociedad como en el Estado. Al fin y al cabo, estos objetivos constituyen los puntales básicos de cualquier estrategia socialista que merezca este nombre.

Si con la celebración del referéndum la más perjudicada ha sido la democracia parlamentaria, justamente por el refuerzo que han recibido las formas plebiscitarias que ya asomaron la oreja, como no podía ser menos en las condiciones de nuestro tiempo, desde el inicio mismo de la transición, pero que, paradójicamente, han tomado cuerpo con la llegada al poder de los socialistas, el hecho que hoy tiene que asumir la izquierda democrática, sacando las consecuencias pertinentes, es que al final ha sido la vencida. Al comienzo de la transición -que también empezó con un referéndum chapucero en el que, junto con el orden democrático, se colaban de mogollón la monarquía y el sistema bicameral-, los perdedores fueron los viejos demócratas antifranquistas, que tuvieron que aceptar que la clase política del tardofranquismo, convertida de repente a la democracia, les arrebatase la iniciativa. Cuando se cierra la transición con el referéndum del 12 de marzo, en el que ni siquiera cupo la abstención, monopolizada por la derecha, en el bando de los perdedores se encuentra otra vez la izquierda democrática. La consecuencia más grave y de mayor alcance de la celebración del referéndum bien pudiera ser la ruptura inequívoca del partido socialista con la izquierda democrática. El tema es de tal envergadura y se presta a tantos malentendidos que conviene dejarlo intacto para un próximo artículo.

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