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Lo esencial del amor

Fernando Savater

Fueron la pareja absoluta, el par sin par. A partir de ellos, todo ya es vaivén, lascivia combinatoria, fotogénica beatitud de conveniencias. Se acabaron los puntos de referencia: ya todo es posmodernidad y crujir de dientes. De ellos aprendimos lo más importante: que hay un amor esencial constelado de amores accesorios. En el amor esencial, la víscera que más intervenía era el cerebro: dialéctica, proyectos literarios y políticos, complicidad creadora y algo así como un secretario de altísimo nivel. Los amores accesorios se habían de parecer fatalmente al perpetuo descubrir la juventud perdida en otro u otra, juegos de manos dulces y triviales. Es que estamos condenados a la libertad. Uno contemplaba al par sin par, se aprendía lo del amor esencial y los amores accesorios y trataba de negociarlo con quien correspondía, pero por lo general la cosa no marchaba. Faltaba preparación, faltaba Rive Gauche, faltaba Sorbona. Creo que en el fondo les teníamos un poco de manía, como a todos los que parecen facilitar demasiado la esperanza con su ejemplo.Seguramente ella no era en la intimidad tan antipática como parecía, aunque lo difícil no era creer en su hipotética simpatía, sino en su inverosímil intimidad. Tenía vocación de testigo, es decir, de mártir. Cuenta en alguno de los abundantes partes meteorológicos sobre sus pasadas tormentas y tormentos que cuando éramos jóvenes, tras haber bebido mucho durante toda la velada, solía tirarse al suelo y llorar allí inconsolable porque no quería morir. Pero luego escribió una novela sobre los horrores de no poder morir y quizá aprendió a resignarse. No sé, es dificil imaginársela en esas tareas especulativas; lo evidente es que se trataba de una auténtica señora, una dama de París. Altiva, concienzuda, distinguida. Ser una señora es más difícil y precioso que ser filósofo: se desafía a la muerte más de frente, sin lágrimas ni cháchara. Pero, en fin, quién sabe, nadie está del todo contento con las fatalidades de su libertad...

Se trataron siempre de usted: nosotros no hubiéramos sabido hacerlo. En los últimos años, ella se mostró más que reticente ante las amistades y fervores prochinos de él, con demasiada razón, pero también con algo parecido al resentimiento. Como si le saliera por fin a la luz un reproche largamente incubado, la protesta final de lo esencial ante la trivialidad obstinada de lo accesorio. Algunos sentimos casi náuseas -es lo propio, ¿no?- al leer esa descarnada venganza, La ceremonia de los adioses. "Ahora por fin le tengo a usted del todo en la cajita...", empezaba diciendo, y el libro era como la cruel e irrefutable crónica del mayor descontento: que siempre servimos a señor que se nos puede morir y que todo sirve sólo para morir. Descubrimiento al que nunca nos resignamos por completo y, del que no sabemos reponernos, misterio que constituye lo único no accesorio, lo esencial del amor.

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