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Tribuna
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El coloso

Hace un mes leí que los dirigentes de un plan urbanístico habían decidido erigir la escultura de un hombre, desnudo y con 20 metros de altura, frente a mi casa. No lo creía verosímil. Y no sólo porque no lograba hacerme cargo de merecer esa terrible visión, sino porque supuse que los mismos responsables desistirían. Hablo ahora de este caso madrileño porque en el boletín del barrio, zona norte, lo comunican con tal sumisión que me hace suponer las infinitas gestiones en las que han sido derrotados. No los juzgo. Cualquiera siente que le falla el pulso cuando ve que el mal que se le inflige está inspirado en un insuperable deseo por hacer le el bien. El mundo está lleno de amores que matan.

La escultura, toda en bronce, se llama El caminante. Presentado en pelotas desde los pies a la cabeza, exhibe, sin embargo, la actitud de dar un paso (de ahí El caminante). No se pretende, pues, una mera manifestación del cuerpo esbelto o canónico. Se trata directamente de un peatón común, como cualquier otro, una vez desvestido y habiendo crecido varios metros. Como se ve, la intención no es mala. Han pensado en un vecino tipo y le han hecho un monumento; o acaso han pensado en una comunidad de vecinos y, enalteciendo lo solidario que eso pueda tener, los han sumado en un cuerpo. Ésta debe de ser la necedad del concepto. En cuanto a la desnudez, el estilo de este mismo discurrir verá en ella un signo de pureza con el que se mejora la básica idea que suele tenerse de los peatones. Deben, pues, querer hacer el bien, o, al menos, cuesta mucho aceptar que Antonio López García y Julio López Hernández, artistas, hayan concebido esto para ser odiados. Lo mismo digo de quienes lo financian. Es seguro, sin embargo, que las familias de muchos pisos empiezan a sentirse anonadadas. Pienso si, empeñados en lo de peatón desnudo, no habría sido más social fundir, en vez de este coloso brutal, una serie de 20.000 estatuillas de sobremesa y regalarlas a quienes las quisieran. Comprendo que no es lo mismo y que la estupidez lleva al paroxismo. Pero hay más: no existe nada tan peligroso para la paz mundial o vecinal como el mal gusto.

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