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El dormitar de la historia

Lluís Bassets

El desasosiego que produce la inminencia, la risa nerviosa, ese tremolar de la bandera del alma, está en trance de metamorfosis. En los tiempos de la historia acelerada, cuando se nos dictaba la visión de un recta en perspectiva frontal, la vida no podía ser más que una sucesión de inminencias encadenadas. O desencadenadas. La historia, que avanza atropellada y embarulladamente, empezó a declinar, se dice, a finales de la década de los sesenta, cuando eran jóvenes quienes ahora predican la inmovilidad del eterno retorno. ¿Se han mezclado ahí dos fotogramas: el de la historia que efectivamente declina y el de la juventud que, como siempre, se remansa con los años? ¿O acaso la desaparición del magnetismo de la juventud ha hecho dormir a la, historia?Es dificil hallar una respuesta. Lo que es seguro es que la inminencia vivida en el espíritu propio ha pasado a vivirse en las sombras creadas por un proyector. La historia se desacelera, tiende al grado cero, dicen filósofos, sociólogos, semioquélogos. En la vida de cada día, más bien sigue atropellándose y embaruñándose, aunque no en la línea de la perspectiva frontal infinita, sino en la de un laberinto donde hay que orientarse en cada esquina, en cada callejón sin salida. Y, sin embargo, persiste el nerviosismo y su risa. No los crea la historia, en su viejo avance incontenible con banderas desplegadas e himnos entonados por corales jóvenes y combativas. Los crean los medios de comunicación y, sobre todo, sus imágenes.

El maná cotidiano, dijo alguien hace ya muchos años. Droga dura, habría que decir hoy. En las imágenes de la violencia, en las amenazas de guerra mundial, en los cadáveres desconyuntados como monigotes que educan a los chicos en una visión de la muerte y del terror inédita en nuestra civilización, satisfacemos día a día nuestra ansia de inminencias. En las crisis políticas, en los chantajes de la oposición o del Gobierno, se nos ofrece la posibilidad de una catástrofe inmediata, un trastocamiénto del orden en el que nadie cuenta qué orden distinto puede o debe surgir. La domesticación y atesoramiento de inminencias, a través sobre todo del cristal fosforescente de la televisión, termina pegándose sobre nuestras pieles como una costra. Ya nada esperamos de la historia, pero cada día somos capaces de dejarnos transportar por la emoción de ver qué catástrofe, qué soberbia amenaza para la especie humana, para la vida sobre la tierra -o sobre el universo si se tercia-, se cierne sobre nosotros, según la voz de tono alto y amenazante del locutor de turno. Pero tanta inminencia enlatada termina con nuestra paciencia. Vivimos la historia cotidiana como un rito, como una ceremonia pautada. De la inminencia sólo queda el desasosiego.

Antes era el acecho. La figura correspondía a la de las vírgenes prudentes, atentas a la epifanía de algún cumplimiento de los tiempos. Arúspices todos, la política, la economía, la cultura, la vida de cada día, andaban despanzurradas por los suelos de las plazas, con las entrañas al aire ante los ojos y las voces que interpretaban los signos. Marx, Freud y Saussure. Todo tiene

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El dormitar de la historia

Viene de la página 13significado en la vida social, todo tiene significado en el inconsciente, todo tiene significado en la comunicación, en la lengua.

Ahora es la indolencia, después de tanta espera para nada. La figura corresponde a la de las vírgenes necias, a quienes el despertar de la bestia dormida pillará de improviso. Magos todos, la realidad entera aparece como un magma incomprensible, como un océano que no pide descubrimientos, sino conjuros y escamoteos. El mago es el rey de la escena. Su objetivo es destruir el significado a través de la paradoja: ¿veis eso?, pues no es como creéis que es, sino que es esto otro.

Antes, la interpretación y la comprensión del mundo. Ahora, la paradoja y la perplejidad. Pensar, tal como se lleva, es hallar paradojas y conseguir perplejidades. Nada más lejos de nosotros que la funesta manía de comprender. Antes, todo eran manifestaciones del sentido, epifanías. Ahora, todo son oclusiones del sentido, fuente de perplejidades. Cuanto más perplejo, más inteligente, dice la opinión común.

¿Regresará la historia lineal? Sí, sin duda. Regresará. Despertará de su sueño y sorprenderá a todos quienes, después de militar en sus filas gloriosas, han abominado ahora de sus pompas y de sus obras. Hay que creerlo así, de acuerdo, sobre todo, con la seguridad que proporciona la historia cíclica, la idea tan actual de que la inmovilidad de hoy es la del trompo que gira sobre sí mismo a gran velocidad. También la historia lineal es cíclica.

Con la mira puesta en el fin de siglo, maestros de paradojas y sabios en perplejidades, sabemos esos sujetos de hoy que la propia paradoja de la historia nos tiene prendidos como el alfiler a la mariposa. Podemos languidecer plácidamente o con rabioso aletear, pero cualquiera de las dos concepciones polares nos lleva a despertarnos alarmados por el rugido del león que a su vez despierta de algún largo letargo. Con los datos en la mano o, mejor, las imágenes en los ojos, quizá no comprendemos que el rugido hace ya años que suena, pero nuestros oídos de vírgenes necias están taponados por la cera de la estulticia y del tedio.

O quizá es que la historia es sabia y astuta: se amodorra cuando atesoramos inminencias y nos sobresalta cuando ya no esperamos ninguna manifestación de los tiempos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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