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La Europa gris, mezquina y sedentaria

Ariel Dorfman

Siempre he asistido a los funerales, más que para despedir a los muertos, con la esperanza de recibir de parte de ellos un mensaje último, encontrar quizá algún símbolo, reunido y compacto, que resuma la vida que acaba de terminarse.Por eso fui al entierro de Jean Paul Sartre hace seis años atrás. Estaba de paso por París y me dirigí al cementerio de Mont-Parnasse impelido por algo más próximo, hay que admitirlo, a la brutal curiosidad que al homenaje. Me pregunté cuál de los múltiples Sartres de m¡ vida primaría en la despedida que Francia iba a brindarle a quien había sido su máximo escritor de posguerra. ¿Sería el que había fundado el existencialismo a partir de la lúcida disección de las opciones éticas bajo la ocupación nazi, madurando los temas -mala conciencia, situación límite, autenticidad, angustia- que terminaron constituyendo el alfabeto cotidiano y sombrío de mi generación? ¿O bajarían a la tierra al Sartre enamorado del Tercer Mundo; el Sartre de Huracán sobre el azúcar, del prólogo de Los condenados de la tierra, de Fanón; el presidente del Tribunal Russell que había condenado los crímenes de guerra norteamericanos en Vietnam? ¿O el Sartre que había roto dramáticamente con. Cuba y abrazado a Israel?

La respuesta no la encontré en la inclasificable, lacónica multitud que se había congregado. No se sentía, no se respiraba en ella

la pérdida. Ni una lágrima ni un llanto. Era un ejército de solitarios, curiosamente desapegados, inconvincentes, remotos, casi espectadores, más que participantes, en el intimidado, encendido rito del desconsuelo. Jóvenes de todas las edades, contestatarios de todos los espectros y causas, un bosque de bohemios con anteojos y barbas, pocas familias con niños (aunque juro que vi a un niño saltar sin muestras de náusea sobre la tumba de Baudelaire). Pocos obreros y -lo que era más extraño- escasos árabes o africanos. A pesar de la militancia de Sartre en favor de Israel en sus últimos años, yo hubiera esperado -en la transitoria reconciliación que suele entregar la muerte- hallar más representantes de las razas y las culturas que él escritor francés defendió durante el salvaje período de la guerra de Argelia.

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Dentro de la muchedumbre casi adormecida, el único rostro devorado por la tristeza fue el de Simone de Beauvoir, a la que divisamos por un instante por la ventanilla del carro fúnebre. Ahí estaba la muerte. Ensimismada, dolorida, ahí estaba la consternación del amor. Sartre la había dejado sola, como ella lo profetizó y temió en El segundo sexo. Sartre no estaba allá para confortarla.

Así que no pude registrar en esa gente muestras visibles de su pesadumbre. Era como si enterraran un libro clásico distante, un esqueleto de palabras, y no un hombre real, un amigo, un compadre miembro de la familia. Flores, sí, en algunas manos. Una que otra mirada mareada y seca y lejana, algunos aprendices del existencialismo vagabundeando entre las sepulturas como si se les hubiera quebrado la brújula o los tímpanos,o no supieran con quién discutir. Había muchísima gente, pero no era un desbordante homenaje popular a un gigante, a alguien que había sacudido de tal manera el pensamiento contemporáneo. Me dio la impresión, de repente, que la multitud no formaba parte de

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ningún colectivo, que ninguna unidad o pena secreta, ninguna complicidad insondable, los cohesionaba y convocaba hasta ese lugar. Cada uno venía y se iba por su fría cuenta.

Pero quizá el problema estaba en mí, y no en ellos. ¿No sería yo incapaz de entender y respetar las costumbres funerarias de otros pueblo0 ¿No estaría yo juzgando ese ritual desde otras imágenes: los recuerdos sobrecogedores del funeral de Violeta Parra, de Gabriela Mistral y también -visto tantas veces por medio del cine- el de Neruda? La relación de los pueblos latinoamericanos con sus grandes creadores culturales es absoluta e inconteniblemente diversa, puro corazón, pura resurrección incrédula, casi una fiesta obscena y desafiante. Así había sido, cuentan las leyendas y los retrograbados, la despedida a Víctor Hugo, un siglo antes, en el mismo suelo de Mont-Parnasse. ¿Tanto había variado la relación entre intelectual y pueblo en el intervalo?

Pero en seguida me pregunté con qué derecho hacía yo el inventario de la aflicción ajena. ¿Por qué aplicaba en Francia los patrones culturales tercermundistas? ¿Acaso los franceses no podían mostrar (o esconder) el fervor de su congoja a su propia parca, digna manera?

Tal vez a Sartre le hubiera encantado la modestia de todo aquello, la falta de solemnidad, la contención casi analítica de los sentimientos, el individualismo sin anclas ni lazos de los asistentes.

Para mí, en cambio, fue perturbador no descubrir allá el amparo del dolor o de la esperanza, sino una muestra más de lo que Rimbaud llamó "la Europa gris, mezquina y sedentaria".

Me hubiera gustado, por el cariño que le tenía a Sartre, que fuera de otro modo. Pero él me enseñó, entre otros, que la verdad se asemeja incómodamente a una profanación. Ahí, entre las tumbas, retuve esa enseñanza, y seis años más tarde escribo y recuerdo lo que vi, y no lo que me hubiera gustado ver.

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