Los admiradores de don Ramón Carande
JAIME GARCÍA AÑOVEROSAcabo de tener una experiencia singular. Fui a una clínica a interesarme por don Ramón Carande. No se me había pasado jamás por la imaginación que una cosa así pudiera suceder. No es que haya dedicado horas de meditación a esa eventualidad; si bien se mira, en una clínica puede estar cualquiera; el accidente es compatible incluso con la ofensiva buena salud. Y éste es el caso. Pero, me sentía extraño al preguntar, al hablar con su familia, en resumen, sobre la salud de don Ramón Carande; un asunto que nunca ha sido objeto de conversación en su círculo de allegados, precisamente porque la salud sólo ocupa a la gente cuando. es mala. Y ese hecho tan normal de visitar a alguien en una clínica me parecía una situación irreal, entre la ensoñación y el absurdo.
Me encontré allí con dos compañeros universitarios a los que no veía desde bastante tiempo atrás. Los dos amigos de don Ramón de muy antiguo, de toda la vida (de toda la vida de ellos, claro, no de toda la vida de don Ramón); uno es catedrático en Sevilla, en una facultad que no es la mía; el otro, sevillano también, lo es en Madrid. Y me venía a la mente la extraña variedad de los amigos y admiradores de don Ramón Carande. Y pensaba en la opinión que las gentes pueden llegar a tener de los maestros en algo, en lo que sea, cuando lo son no sólo por lo que en su disciplina han hecho, sino por la manera de vivir, y, sobre todo, por su manera de ser.
Pertenezco al grupo de los que creen es digno de admiración. Por muchos motivos. Pero los maestros no son sólo objeto de admiración. En muchos aspectos son también dignos de imitación. Y siempre en el trato con ellos se prende algo. Y aunque no deja de ser encomiable que la gente aprecie la calidad humana, de quien la tiene, no estaría de más, que algunos trataran, en sus opiniones y conductas, de ser más coherentes con sus manifestaciones de estimación.
Hay cosas, desde luego, inimitables. Es inimitable, por ejemplo, la longevidad; porque hay recetas eficaces para acortar o eliminar la vida, no para alargar la. Y ahí nuestra admiración sólo puede ser levemente imitativa, Es inimitable la inteligencia aun que no su cultivo. Pero casi todas las demás condiciones de don Ramón Carande son imitables en mayor o menor grado, aunque no está garantizada la consecución de la calidad del modelo. Es imitable su curiosidad por el presente, una actitud muy conveniente para entender bien el pasado, el pasado de los hombres, que es lo que estudia un historiador. Es imitable su interés por el futuro, y por los jóvenes que lo personifican, interés que, mejor que ningún otro, contribuye a mantenernos vivos. Es imitable el espíritu y la práctica de trabajo constante, el sentido del equilibrio entre el trabajo y el ocio. Como lo son el espíritu crítico y el rigor intelectual. Y el sentido de la independencia y de la responsabilidad personal en la vida y en el trabajo. Y la visión, entre irónica y cordial, de la realidad de los hombres. Y la pasión por sus amigos. Y su distanciamiento de la mediocridad, muy especialmente de la intelectual. Y más facetas que omito.
Y es muy digna de tenerse en cuenta la convicción profunda, de que es expresión su vida, según la cual la Universidad y otros lugares que tienen que ver con el saber o con el dirigir hombres deben organizarse según una jerarquía de calidades intelectuales y humanas. Porque la fuerza de una personalidad singular es tal que resultan ser también admiradores de don Ramón algunos incansables apóstoles de la mediocridad como medida de todas las cosas.
En todo esto pensaba, para mis adentros, ayer, en la clínica, mientras hablaba con los familiares y con esos dos antiguos compañeros de Universidad, amigos de don Ramón desde hace tantos años, y admiradores coherentes. Y deseaba fervientemente que salga pronto de la clínica y continúe, con su conversación lúcida, siendo ejemplo vivo para quienes no sólo estamos dispuestos a admirar, sino a oír y ver, es decir, a aprender.
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