El estanque del Retiro
Desde los pisos altos de Menéndez y Pelayo, se ve cabalgar al rey Alfonso XII sobre las frondas del Retiro, elevado sobre su pedestal, contemplando la popular algarabía de las barcas en el gran estanque, rodeado por una columnata al germánico gusto en la que dejaron sus eclépticas huellas los escultores clásicos de su tiempo, siendo la estatua ecuestre privilegio de don Mariano Benlliure.La columnata, plagiada según el malicioso Répide del monumento al emperador Guillermo I que existe en la ciudad de Coblenza, es un lugar acogedor, solarium para la tercera edad, paseo de la clase de tropa, escenario de juegos infantiles y escarceos adolescentes junto a los frisos que representan los mitológicos esfuerzos de El pacificador.
Vestigio de un pasado grandioso, saqueado, pisoteado y disminuido a través de su tormentosa existencia, el Buen Retiro que eligió la realeza para su esparcimiento y heredó el pueblo para su disfrute, guarda en su seno misterios insondables, laberintos, ruinas, evocaciones, fantasmas de variopinto hectoplasma, alguno ecuestre corno el del omnipotente conde-duque de Olivares que imaginó parque y palacio, teatro y juguete para que entretuviera sus jornadas el buen rey Felipe IV y no se preocupase por los graves asuntos del Gobierno que estaban en buenas manos.
Con Lope y Calderón, bailes y cañas, toros, naumaquias y jaranas palaciegas, alegrose el real sitio creado en el prado de San Jerónimo, lugar de retiro espiritual del severo Felipe Il.
El estanque grande se cuenta entre los escasos supervivientes al paso de los siglos, aunque sus riberas hayan sufrido toda clase de transformaciones. En él se dieron portentosos torneos navales y probaron sus actitudes para el almirantazgo aristocráticos marinos de agua dulce.
Todo en el primitivo Retiro, de cuyo palacio quedan el vecino casón y el Museo del Ejército, estaba diseñado para el placer y la holganza, para el ocio y el juego. En 1631 quedaban inaugurados el estanque y el gallinero, pajarera de aves exóticas y multicolores.
La noche de San Juan de 1639, aniversario de la inauguración del estanque, el palco dispuesto para recibir a la familia real fue derribado por una violenta tromba de agua, unos minutos antes de que sus sagradas personas lo ocupasen. Al año siguiente en la misma fecha un viento huracanado barrió el escenario y la prevista naumaquia naufragó, yéndose a pique las frágiles barquichuelas de muchos nobles y arruinándose la complicada maquinaria teatral. En los carnavales de 1641 ardió por fin el palacio y se quemaron sus dos torres principales y uno de sus lienzos.
La sabiduría popular dedujo de estos indicios la caída del conde-duque y el fin de su valimiento, diciendo que en la primera ocasión había dado en agua, la segunda en aire, la tercera en fuego y la cuarta habría de dar en tierra con la privanza del aristócrata, lo que ocurriría dos años después.
En la turbulenta historia del parque dejaron su rastro con especial vesania las tropas napoleónicas que lo convirtieron en su cuartel general, más tarde, en 1812, los ingleses, más prácticos, volaron la real fábrica de porcelana de la China, según los rumores para eliminar tan ingrata competencia a sus manufacturas.
El apogeo del retiro actual se sitúa en el ecuador de la mañana del domingo, cuando invaden sus riberas, orquestas multiraciales, grupos folclóricos, titiriteros de los más variados acentos, artesanos de bicicletas de alambre en miniatura, echadores de cartas, retratistas al minuto y otros hijos de la reconversión, el paro o la bohemia. Las viejas falúas hacen sonar su sirena para apartar a los sudorosos galeotes de su proa y realizan su eterna travesía circular pasando una y otra vez junto al historiado embarcadero, templete consagrado a una deidad marítima en el exilio.
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