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La música, entre las sensaciones y los sentimientos

La música, antes que todo. De la musique avant toute chose proclamaba la poesía idealista del simbolismo frente a la visualidad materialista, escultórica, de los parnasianos. Llamaban musicales a las sensaciones fugitivas, a las impresiones estremecedoras que se agrupan en ideas volátiles en el aire como esas ninfas de Mallarmé, de encarnación ligera; paramúsica poética que Debussy musicalaría definitivamente con el nombre: de L'après midi d'un faune. Así, aspiraban los poetas simbolistas a crear un mundo sonoro, rico de expresividad sensitiva.Los sentidos son todos auditivos, porque todo lo que sentimos se oye, se percibe con el oído. Las sensaciones, como ondas sonoras, suenan y resuenan, penetrando en los meandros secretos del cuerpo. "Suponed que un clavicordio posee sensibilidad y memoria y decidme si no podría repetir por sí solo las melodías que hayáis ejecutado sobre sus teclas. Nosotros somos instrumentos dotados de sensibilidad y memoria. Nuestros sentidos son otras tantas teclas que la naturaleza que nos rodea golpea y que a merfudo suenan por sí mismas". Así formula Diderot su teoría de la sonoridad íntima de la corporeidad sensible en su obra Coloquio con D'Alembert. Las sensaciones, pues, como los sonidos, se asocian, se aproximan, se concatenan. Vibrando íntimamente en prolongadas olas sucesivas. El cuerpo es la música del alma. Natural y casi orgánicamente, el cuerpo establece conexiones espontáneas entre las sensaciones sonoras, como si poseyese unos conocimientos por sí mismo, una especie de trigonometría natural y secreta, dice Diderot. El placer musical consiste en la percepción de esas relaciones entre los sonidos, sus consonancias y disonancias. Nuestros cuerpos son como cuerdas vibrantes sensibles que se estremecen al menor contacto de los órganos de los sentidos. Porque todos los sentídos se unen para oír. To hear with the eyes, decía Shakespeare en unos de sus sonetos. Oímos con los ojos, pero también con las manos. Arnold Geblen, en su obra El hombre, nos explica esa trabazón de la mano, del oído y de los ojos para llegar a una completa inteligencia objetiva del mundo real. El científico soviético Tieplov nos descubre en su obra Psicología de las capacidades musicales que para volver a sentir lo que hemos oído debemos repetirlo varias veces, hasta encontrar el sonido exacto originario. Este reflejo de búsqueda exige la cooperación de otros sentidos, como el tacto y la visión, que orientan la audición. Los primeros músicos neerlandeses de estilo polifónico, en sus continuos artificios de entrecruzamiento de partes, habían construido relaciones, contrapuntistas de forma que una parte fuese la equivalente de otra cuando se la leía al revés y no guardaba relación con el sonido audible. Todas estas composiciones musicales eran, en realidad, ejercicios visuales. Un profesor alemán de estética musical descubrió el goce exquisito que la figura óptica de una partitura de Mozart ofrecía al ojo ejercitado, la claridad de la estructura, el hermoso reparto de los grupos de instrumentos, la riqueza en sinuosidades de la línea melódica. El filósofo soviético Kravkov, en su obra El ojo y su función, nos explica que los ojos no se limitan a recibir visiones, sino que buscan, rebuscan hasta entender lo que oyen o perciben. Debido a esta unidad básica de la actividad de los sentidos podemos afirmar que todo lo que oímos es sentido o tiene un sentido, ya que oír es sentirse. Pero las sensaciones, como los sonidos, vienen, pasan y terminan fugándose en su perenne huida sensible. Sin embargo, parece que la cuesda vibrante y sensible que somos, afirma Diderot, oscila o vacila durante mucho tiempo después que se la ha tocado o rozado, conservándose el sonido o la sensación presente del objeto visual. Pero por más que se sostengan en el aire de su propia tensión, los sonidos acaban por apagarse. Es necesario que se establezca una fluida continuidad sonora, un río heraclitiano del suceder conexo, íntimamente trabado, de las palabras sonoras. Con las mociones o sensaciones más hondas no podemos crear música. Son demasiado frágiles las sensaciones sonoras para durar en sí y por sí mis-

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mas. Hay que crear una forma sucesiva de ondas sonoras, que se llama melodía, que garantiza la permanencia o continuidad de esa emotividad subjetiva de los sonidos. El crítico musical alemán Herman Unger cita, como un hermoso ejemplo de onda melódica de maravillosa y perfecta continuidad sonora, los Sueños de las escenas infantiles, de Robert Schumann. Por consiguiente, la melodía es la intensidad indisoluble del movimiento sonoro. Sin embargo, no hay discurso melódico sin armonía o razón de esas emociones, sensaciones, impresiones que fluyen en una corriente continua. Es por la armonía que la melodía se constituye como un claro equilibrio de la tensión y distensión originarios.

Hemos visto que cuando una sensación o emoción aparece, tiene una poderosa energía que se va apagando o disminuyendo. Pues bien, la armonía restablece la correspondencia entre la agitación estremecida del sonido y su desmayo inerte. Pero es el ritmo el logos exacto de la melodía, pues conquista puntos de apoyo del proceso sonoro que alianzan la realidad unitaria de la melodía. Pero, de hecho, el ritmo introduce la discontinuidad en el seno de la continuidad melódica. En fin, la armonía, al racionalizar el discurso sonoro, sirve para expresar el estímulo sensible, comunicar la sensación pura subjetiva. Pero el orden racional de las emociones y las sensaciones sólo lo pueden crear los sentimientos que perpetúan las experiencias fugitivas de la sensibilidad auditiva y musical. Señala Luckacs, en su obra Peculiaridades de lo estético, que la realidad musical se define en su esencia como la imagen de una totalidad de sentimientos. Ahora bien, ¿cómo se manifiesta el sentimiento musicalmente? Por el tono que nos da el sentido de lo que sentimos, es el pensamiento de un sentimiento que se fuga y_escapa.

Luego, la música la oímos para revivir lo que hemos sentido y experimentado durante nuestra vida sensitiva. El sentimiento pone orden racional en el caos sucesivo de las sensaciones disparadas. Equivale a lo que Diderot llamaba el poder unificador de la memoria, el centro coordinador de nuestra experiencia sensible. Así, pues, el rasgo decisivo de la música es la imitación de la vida interior de los sentimientos, su reproducción o doblaje emotivo. Vamos a oír un concierto en una sala para oírnos y comprendernos o juzgarnos, ahondando en nuestros sentimientos vividos. La música lleva, dice Luckacs, a una espontanea mímesis de la mímesis. En este caso, los sentimientos, al objetivarse, son pensados, analizados, vividos reflexivamente al oírlos expresarse o cantar armoniosa y melódicamente. Sin embargo, la nueva música conocida con el nombre de sistema dodecafónico o serial, y que ha sido expuesta por el gran compositor y teórico contemporáneo Arnold Schönberg en su obra Harmonie Lebre, aspira a absorber y dominar todo lo que suena y resuena, el estímulo sensible, la riqueza sentimental, para integrarlos en un orden y disolver el encanto mágico e indeterminado en la razón humana mediante una exacta forma determinada. ¿Hemos llegado, pues, a un punto de ruptura con la reflexividad sentimental de la melodía? Un personaje del Doctor Fausto de Thomas Mann responde a esta interrogación con palabras como constelaciones, sabiduría estelar, octagórica de los números.

En su todavía no publicada Filosofía de la música, el más grande filósofo español viviente, Juan D. García Bacca, afirma que la nueva música es un puro ejercicio de aritmética, un cálculo destilado de la razón matemática. Un ejercicio de aritmética y de álgebra no sonora (Boole y de Langer) y de álgebra sonora (Bloch) y de cálculo infinitesimal (ecuaciones diferenciadas, música electrónica), ejercicio hecho por un alma que comienza a darse cuenta que está haciendo todo eso a la vez, al estar oyendo sonoridades constantes cuatridimensionales (frecuencia, intensidad, temporalidad y timbre). Sin embargo, sentimiento y razón no, se excluyen ni se oponen en el terreno de la escritura rigurosa de la nueva música. Ahí tenemos como prueba y modelo imaginario, pero realmente posible, el Canto de dolor del doctor Fausto, obra rigurosa, donde el cálculo racional está llevado al extremo y es al mismo tiempo una obra puramente expresiva. Sí, es un canto de dolor alquitarado, destilado, decantado, pero donde existe una interpretación del sentimiento. Sí, desde luego, ya no iremos a los conciertos a reflejarnos en el espejo de la orquesta. La música que oiremos nos dejará insensibles, fríos e inafectados. Sin embargo, los pensamientos que afluyen desde las ondas sonoras serán sentimientos pensados, sentidos, interpretados, que nos asaltarán sucesiva, metódicamente, para establecer el orden de una sublime racionalidad.

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