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Tercer Mundo

La descolonización que tuvo lugar después de la II Guerra Mundial hizo creer a los soñadores que al fin todos los pueblos tendrían libertad, idénticos derechos y capacidad de autodeterminación. No obstante, mucho antes de que accedieran a la independencia las últimas de las antiguas colonias se vio que los grandes ideales internacionalistas continuaban siendo utopías. Había surgido lo que pronto se denominaría Tercer Mundo, con la mayoría de la población mundial perdiendo cada año posiciones en relación con los países desarrollados y careciendo de expectativas para entrar en la fase de despegue económico.El abismo entre el Norte y el Sur, entre los países industrializados y los que viven de la venta de las materias primas agrícolas y minerales, no ha cesado de ahondarse. Basta comparar las cifras que facilitó en Ginebra, en 1961, la I Conferencia de las Naciones Unidas para la aplicación de la ciencia y la tecnología a los países en vías de desarrollo con las que contiene el informe presentado por Fidel Castro 22 años después en la VII cumbre de los países no alineados en Nueva Delhi.

No hay un apartheid solamente en Suráfrica. La política discriminatoria del apartheid se practica con el Tercer Mundo.

Para resumir las estadísticas que reflejan la situación de los pueblos olvidados por la política de puro poder, será suficiente citar algunos de los datos recogidos por Fidel Castro. La pobreza afecta a 1.000 millones de seres; de ellos, 500 millones padecen hambre y 40 millones mueren de inanición al año; en 1980 había 814 millones de adultos analfabetos, estimándose que habrá cerca de 1.000 millones a final de siglo; en ese momento, 12 de las 15 ciudades más pobladas estarán en la zona subdesarrollada, siendo los infiernos anticipados que ya podemos ver en sectores de Calcuta, Bombay, México o El Cairo.

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Cierto es que no pueden equipararse Argentina y Sri Lanka, Uruguay y Mozambique. Los gravísimos problemas del Tercer Mundo son numerosos y, lo que es peor, difíciles de sistematizar. No son asimilables, en efecto, un país con más de 2.000 dólares por habitante y año y otro que no llega a los 300; no son iguales un país con una rica cultura y otro con estructura tribal que acaba de asomarse a la civilización. En tales condiciones es imposible una política uniforme para ayudar a resolver los males actuales. Además, en el seno del Tercer Mundo estallan conflictos virulentos que van desde las guerras entre Estados hasta las guerras de liberación, las guerras civiles y las reivindicaciones territoriales, con la presencia más o menos activa de las superpotencias.

Desgraciadamente, la insolidaridad reinante se traduce en un armamentismo desbocado, con el drenaje de recursos que supone. En 1982 el mundo invertía en gastos militares cerca de 650.000 millones de dólares. Si bien la mayor parte correspondía a Estados Unidos y la Unión Soviética, no es desdeñable la cantidad invertida por el Tercer Mundo. Así, a precios constantes, había pasado de 32.980 millones de dólares en 1972 a 81.281 en 1981. En número de soldados, tenía el 60% de todas las fuerzas armadas en la Tierra.

La contradicción entre el armamentismo y la pobreza de la población ha repercutido negativamente en la actitud de los Estados privilegiados. Las ayudas económicas que se desvían hacia la compra de armáis, la corrupción de dirigentes que no vacilan en apoderarse de mercancías recibidas en catástrofes naturales, la incapacidad de diversos Gobiernos para llevar a cabo una política económica de saneamiento son alegatos esgrimidos para congelar la relación Norte-Sur hoy dominada por la indiferencia de los poderosos y la protesta inútil del Tercer Mundo. Ahora bien, no hay sólo una pretendida decepción, sino una trama de intereses. Muchos consideran que la prosperidad de los países desarrollados depende de que las materias primas suministradas por los subdesarrollados se vendan a precios escandalosamente bajos, y nadie discute el carácter abusivo de la desproporción entre la subida de los precios de los productos industriales y el descenso de los que se asignan a las materias primas.

Esta situación de apartheid, explotación y discriminación no puede eternizarse. En primer lugar, es una civilización enferma, condenada a morir, la que institucionaliza la miseria de una parte de la población: del mismo modo que el régimen de África del Sur tiene sus días contados la civilización de los países del Norte se derrumbará si sigue vuelta de espaldas al Tercer Mundo.

Tales afirmaciones podrían ser consideradas como ingenua moralina, si se mide la aplastante superioridad militar, tecnológica y económica del Norte. No obstante, la economía viene en ayuda de la ética si admitimos que el endeudamiento exterior del Tercer Mundo, en sus presentes niveles y ritmo, es insostenible. Ese problema, planteado por Fidel Castro, se encuentra en la agenda de los jefes de Estado iberoamericanos y africanos, aunque varíen los enfoques para resolverlo. Políticamente, el Tercer Mundo constituye una fuerza desestabilizadora que aconseja una rectificación urgente en el diálogo Norte-Sur. De un lado, es una verdadera carga explosiva, no siendo viable un orden internacional pacífico que arrincone a un Tercer Mundo en ebullición. Por otra parte, en los organismos multilaterales el voto mayoritario pertenece ya al Movimiento de Países No Alineados.

Los Gobiernos del Norte pueden optar entre tres posturas: ejercer el derecho de veto cuan do lo poseen; retirarse de los organismos, con la quiebra consiguiente del sistema internacional que interesa a todos, o, finalmente, reanudar la negociación global Norte-Sur, que languidece por incomprensión y ausencia de visión de futuro.

Para España, el problema del Tercer Mundo requiere una revisión profunda. Nosotros estamos en el Occidente industrializado, no pertenecemos al Tercer Mundo; pero no debemos ignorarlo. La política atlántica y europeísta tiene que ser complementada, entre otras cosas, por una dinámica relación con los miembros del Movimiento de Países No Alineados, en virtud de múltiples y recíprocas conveniencias. Hasta ahora hemos tenido una política iberoamericana y una política árabe -aunque con frecuencia más retórica que práctica-, careciendo por completo de una política con el África negra y con Asia; en este gigantesco continente hay una superpotencia económica Japón-, dos potencias políticas -China y la India- y fuertes polos industriales muy agresivos comercialmente -Japón, Corea del Sur, Hong Kong, Singapur- pero el centro, el Sur y el Sureste padecen el tercermundismo.

Tenemos diplomáticos muy preparados para hacer frente al imprescindible reforzamiento de nuestras relaciones con el Tercer Mundo; no obstante, necesitamos aumentar la dotación de medios para las embajadas y, sobre todo, una voluntad firme que se encamine a una proyección permanente y no a anécdotas sin continuidad. Como respaldo social, poniendo contrapunto a la apatía de los Gobiernos, es importante en Occidente que las organizaciones ciudadanas defensoras de la ecología y la paz incorporen a su ideario la solidaridad con el Tercer Mundo.

No se trata sólo de una cuestión política y económica de primera magnitud -el equilibrio del orden internacional y la racionalidad del desarrollo a escala planetaria-, ya que es fundamentalmente ética, en pugna con lo más hondo de la dimensión humana. Quien haya viajado por el Tercer Mundo tendrá una visión más dramática que la basada en las cifras. En cuanto se sale de los sitios visitados por los turistas -el hotel de cinco o cuatro estrellas, las calles principales y los monumentos- empieza el espectáculo de la mendicidad, de las figuras fantasmales, de las chozas, de los barrios o villorrios sin agua corriente ni alcantarillado. El hacinamiento y las viviendas miserables, los rostros y cuerpos marcados por la desnutrición, la vestimenta raída, la expresión hosca o de resignación infinita, he ahí lo que se contempla. Bien está que la memoria guarde la belleza de las aguas de los ríos Congo, Níger, Ganges, Tembeling, de las selvas y desiertos, de los templos y bazares, pero, más allá de la estética, la razón y los sentimientos se rebelan contra la pasividad e insensibilidad ante la mano tendida o el puño crispado de esa humanidad sufriente.

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