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La gran ciudad y la nostalgia

Vivir en una gran ciudad es emborracharse con la variedad de sus barrios, las anchurosas avenidas y la riqueza de sus mundos. Ya Baudelaire hablaba de Ia ebriedad religiosa de las grandes urbes. Si la felicidad es la embriaguez eterna, como decía un filósofo griego, para llegar a ella hay que huir del idilio inerte de la paz de los campos y adentrarse en el infierno urbano para conocer el paraíso. Sin embargo, no pueden disfrutar nunca del encanto de las grandes ciudades el aristócrata, el burgués y el proletario, porque están sometidos a las reglas sociales de sus respectivas clases. Son los bohemios, esos marginados de la sociedad, los primeros que disfrutaron de la aventura que constituye vivir en una gran ciudad, debido a su libre y azarosa existencia.Los bohemios eran tipos humanos muy variados y diferentes: conspiradores que se reunían en barrios sórdidos; anarquistas que soñaban con la bomba única, destructor del mundo; el poeta maldito, satánico; los periodistas famélicos; los viciosos que se ocultaban de la luz de los faroles entre las inciertas sombras de los árboles, y los tantos insólitos personajes nocturnos. Pero todos y tan diferentes estaban unidos en una protesta secreta contra la sociedad. Se reunían en pequeñas tabernas, bebían y cantaban porque el vino abre al desheredado sueños de venganza y grandeza futura. La feliz embriaguez era el estado permanente de sus existencias.

En este paisaje urbano surge también el paseante en corte, personaje que divaga entre calle y calle, absorbido por la muchedumbre que le arrastra. Como no tiene nada que hacer, es un puro abandono a todo lo que aparece ante sus ojos. "Quien se aburre en el seno de la multitud es un imbécil, y yo lo desprecio" (Guy). Hay, sí, muchas cosas que ver y de que sorprenderse en el deambular por las calles de una gran ciudad. Se puede ir andando sin fijarse en nada, como el personaje citado, que sólo goza del espacio urbano; o buscar inquisitivamente, como un detective que sigue las huellas de un alma perdida; o mirar a lo lejos, como el soñador de utopías; o el que mira y remira para captar el gesto rápido de un paseante, como el pintor; o como el dibujante, que observa la tristeza de una frente contra la cual choca. Son múltiples las embriagueces que puede ofrecer este dulce pasear entre las gentes. Mas lo trágico acontece cuando los paseantes se miran y no se ven, embriagados por sus intereses particulares que los aísla, en una indiferencia bruta, "aún más repelente cuando todos se aprietan en pequeño espacio" (Engels). La preponderancia de la actividad de los ojos sobre la del oído en las grandes ciudades, que señala Simmel, no tiene importancia si tan sólo se trata de pasar el tiempo, pero es gravísimo cuando nos atomiza e impide comunicarnos. Quizá por ello, cuando creemos descubrir en una mirada el amor con que soñamos desde siempre, no nos percatamos que los amores de las grandes ciudades son espaciosos como sus avenidas, pero fortuitos. Encontrarlos y hasta vivirlos es como verlos pasar sin destino.

A esta ebriedad que suscita la gran ciudad, con el paso de los años le sucede la nostalgia. Entonces, andar por las calles como si fuesen mares eternamente navegados nos sumerge en el propio pasado. Jesús Quintero, El Loco de la Colina como gusta llamarse, me preguntaba la otra noche por qué tengo la manía de pasear por las calles de Madrid. "Para revivirme", le contesté. Las piedras de las casas guardan las huellas de cuanto hemos vivido y en las que podemos reconocernos.

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También al asomarnos a un café, frecuentado antaño con amigos, se nos aparecen redivivos sus fantasmas. Recorriendo las calles conocidas adquirimos conciencia del pasado. ¿Se trata de un tiempo que se conserva en el recuerdo y nos asalta al doblar una esquina del paseo de Rosales, o de ese otro que permanece en el pozo del olvido? En ambos casos es una temporalidad inerte. Es cierto que hay días festivos en que se abre el tiempo y se revela como hojas caídas del calendario que sobresalen por encima de los demás, como si el tiempo fuese eternidad que se realiza sin recordarlos. Pero de esta forma solamente logramos una extraña desmembración del tiempo en instantes embriagadores que suspenden su fluidez, anegándose en una perennidad metafísica. Por el contrario, el Jetzteit, de Walter Benjamin, es la presentización futura del tiempo, el de la historia real que no se consuma nunca en el recuerdo. No debemos pasear por las calles de la gran ciudad derramando lágrimas de nostalgia ni recorrerlas con la melancolía de las ruinas, sino disfrutando la embriaguez de sentirse vivo, presente, creando futuros por la actualización del pasado.

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