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Horizontes narrativos: universo y aldea

Rafael Argullol

A menudo, en charlas o coloquios, alguien pregunta cómo puede diferenciarse una obra de arte, o más exactamente una obra maestra, de aquellas otras que no lo son. El interrogado -escritor, artista o profesor-, tras unos instantes de duda, acostumbra a elegir el camino de la displicencia alegando, primero, el carácter ingenuo de la pregunta y, después, como argumento de contundencia decisiva, la radical subjetividad de toda apreciación estética. Ninguna de ambas alegaciones es rebatible y, sin embargo, a estas alturas, cuando fórmulas como "todo es arte" y "nada es arte" se han hecho prodigiosamente intercambiables, tal vez no sea inoportuno exigir -exigirse a uno mismo, si se quiere- criterios más duros y selectivos. Sin negar la imposibilidad de evaluar objetivamente una obra artística, pueden subrayarse un par de aspectos que, en cierto modo, contribuyen a delimitarla. El primero de ellos tiene que ver con la universalidad: sólo ciertas obras tienen el poder de traspasar el lugar y el tiempo en los que fueron creados para convocar a nuestra sensibilidad. Se trata de interlocutores permanentes que, al no admitir la reclusión en épocas ni fronteras, nos obligan a una suerte de diálogo inacabable sobre la condición del mundo y la condición humana. El segundo tiene que ver con la fuerza: muchas manifestaciones que calificamos artísticas nos gustan, nos convencen, pero sólo algunas, de una manera que casi no podemos evitar, nos vencen. Son, más que obras maestras (título un tanto obsoleto por académico), obras-fuerza que actúan con una hermosa violencia sobre nosotros y nos obligan a bucear de forma distinta en nuestro interior.Sería fácil enumerar una larga lista de estas obras recurriendo a Mozart o Miguel Ángel, Dante o Stravinski, Van Gogh o Sófocles, pero quizá sea más ilustrativo destacar una reciente, perteneciente a un arte que todavía es, asimismo, relativamente reciente: la última película de Akiro Kurosawa, Ran. En apariencia, los escenarios temporal y espacial en que se desarrolla la acción son bien concretos y lejanos: el Japón de los señores feudales, con una lucha despiadada que nos es narrada con Shakespeare como telón de fondo. Puede parecer una película histórica que nos sitúa en el pasado. Y, no obstante, lo que hace es situarnos en la actualidad. Nos sitúa en nuestro presente para indicarnos -y de ahí la magistral lección de Kurosawa- que también este presente está envuelto por el círculo implacable del destino humano. La confusión de perfiles entre el sabio y el bufón, entre la víctima y el verdugo, entre el cruel y el miserable, la inevitabilidad de la culpa y la imposibilidad de la expiación no están representados en una escena distante en geografía y siglos, sino en nuestra propia escena. Tampoco el niño ciego y sin Dios, vacilando al borde del precipicio en la última secuencia, es un personaje del pasado. Es, como Kurosawa nos obliga a contemplarlo, nosotros mismos. En esta violencia, en esta capacidad de vencer -más allá de convencer-, radica la universalidad y la fuerza de una obra como Ran.

Enfrentarse a este tipo de obras es, además de terriblemente satisfactorio, útil para formularnos ciertas interrogaciones domésticas. ¿Por qué el cine español tiene tan escasas posibilidades de conseguir obras como ésta? O, en otras palabras: ¿por qué aparece como tan impotente para manifestar tal fuerza? Las respuestas habituales, aun siendo justificadas, son insuficientes y, lo que es más grave, contribuyen en los últimos tiempos a crear un clima de chata autosatisfacción. Se atribuyen los males a la sequía totalitaria y a las estrecheces presupuestarias, pero se prescinde, con sorprendente complicidad colectiva, de una causa profunda, casi innombrable, a menudo olvidada y que no afecta, por supuesto, sólo al cine, sino a la entera cultura española moderna: el estigma del provincianismo. Casi nadie dice que el cine español sufre de tal estigma porque casi nadie ha dicho que la literatura española de los tres últimos siglos -con respetables excepciones- no ha logrado sustraerse a él. Con impavidez académica las universidades explican el trayecto, por ejemplo, de nuestra narrativa moderna resistiéndose al demoledor trabajo de compararla con la tradición europea del mismo período. Y, como fruto de la costumbre y la necesidad, surgen una ilustración, un romanticismo, un realismo y cualquiera de las sucesivas denominaciones que se han elaborado en la reciente historia de la cultura. Sin embargo, lo que no se explica -o se explica a regañadientes- es la estrechez ideal de estos períodos de la cultura literaria española y la escasa carga universal de sus productos.

El provincianismo creativo estriba en la incapacidad de trascender fronteras. Y ésta es la principal acusación que podemos verter contra nuestra literatura y -algunos estarán en desacuerdo con esta relación- contra nuestro cine. No han faltado buenos artífices de paisajes concretos ni tampoco, con alcance más ambicioso, buenos creadores de ámbitos psicológicos, pero muy pocos han escapado a la tentación endógena de aprisionar su obra entre horizontes locales y seguros. Y así la acusación complementarla no puede ser otra que el reiterado refugio en la seguridad de una excelente descripción de costumbres o de una honesta reflexión sobre el comportamiento de un pequeño mundo. No obstante, sin negar la validez de estas opciones, lo peligroso, pero también lo fecundo y vital para nuestra cultura, hubiera sido, y es, aventurarse a la exploracion de mundos abiertos en el espacio y en el tiempo. Es decir, a una indagación auténticamente cosmopolita de la condición humana. Para ello, si es ne-

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cesario, debemos romper los márgenes rígidos de nuestro pasado y, en lugar de tanta charlatanería europeísta, atrevemos a declarar abiertamente que Goethe, Baudelaire, Dostoievski o Thomas Mann son para nosotros referentes intelectuales más decisivos que la mayoría de sus contemporáneos locales. No se trata, como es obvio, de olvidar la propia historia literaria, pero sí de contrastarla, aceptando todos los riesgos que ello comporta, con el conjunto de la cultura literaria moderna.

Frecuentemente nos lamentamos con razón del injusto trato recibido por parte de los lectores europeos y del hecho inaudito de que, a excepción de Cervantes, Calderón y García Lorca, apenas se conoce a nuestros autores. Y atribuimos tal circunstancia, también con razón, a la paupérrima política cultural exterior practicada por España. Pero, fijadas tales injusticias y culpabilidades, olvidamos que los contados escritores y obras de gran alcance efectivamente existentes han quedado anegados por el estigma del provincianismo alojado en la cultura española tras el Siglo de Oro. Y en este sentido, la fragilidad de los pensamientos ilustrado y romántico -auténticas puertas de la modernidad-, la escasa asunción de la tradición clásica, la opacidad ante la filosofía moderna y la resistencia despectiva a toda "literatura de ideas" pesan como una losa sobre el legado actual. Aceptar este hecho puede evitar la necia satisfacción de reproducirlo a través de un inconfesado nacionalismo mental. Acaso no deban erradicarse los horizontes narrativos de la aldea -a veces tan bien conseguidos y que gustan a tantos-, pero sí deben ser desbordados por otros horizontes más arriesgados y más universales. Sería de elogiar que nuestros narradores -escritores o cineastas- fueran arrinconando los hábitos provincianos para pensar e imaginar en términos cosmopolitas, en términos de un mundo y una sensibilidad sin fronteras. Es probablemente inútil plantear una cultura mediante el equívoco camino de sus obras maestras. Sin embargo, toda cultura exige obras-fuerza, obras que, más que gustar o convencer, venzan por su propia potencialidad atemporal. Y esas obras no surgen de la mirada complacida sobre la aldea, sino de la búsqueda, siempre insatisfecha, de una dimensión universal.

Robert Argullol es profesor de Estética de la Universidad de Barcelona.

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