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La comédie française

La política de los grandes países europeos se asimila a la expresión artística teatral. Durante el Siglo de Oro la política española era un auto sacramental hecho tragedia con el fracaso de arbitristas y milagreros. En sus peores momentos -algunos de un siglo de duración- la tragedia se reducía a sainete. La política inglesa suele ser una comedia de costumbres con final feliz; incluso el ajusticiamiento de un rey condujo a la restauración de una monarquía tan sólida que cuando el rey Faruk de Egipto fue destronado predijo que a la vuelta del siglo sólo quedarían cinco soberanos en el mundo: los cuatro de la baraja y el británico. Francia, el gran motor de la formación histórica de Europa, ha sido la mejor cultivadora de la comedia dramática, aunque no siempre haya podido escapar al vértigo de la farsa.La evolución de la monarquía administrativa y su expansión desde la lle de France había creado a fines del siglo XVIII un Estado fuertemente cohesionado. La Revolución Francesa fue la expresión, por su parte, de un nuevo y dinámico patriotismo burgués, pero abrió también una brecha entre legitimistas y republicanos que se ha mantenido viva hasta buena parte de este siglo. Esa brecha se alimenta del recuerdo de la guerra interior contra los realistas exiliados y la rebelión vendeana.

La herencia de la Revolución es un antídoto psicológico contra la discordia civil. Desde entonces Francia vive con especial dramatismo de palabras todo aquello que hay que trascendentalizar en el verbo para que no se escape de las manos en la acción. Tras la restauración de Luis XVIII el enfrentamiento que trae la monarquía constitucional se solventa en tres días de julio con limitado derramamiento de sangre; el espasmo revolucionario de 1848 se hace en tumulto apenas cruento y cuando un excelente dramaturgo, Luis Napoleon, se convierte en emperador en 1852 el cambio de régimen esperfectamente pacífico. Lo más parecido a una guerra civil en las décadas siguientes es el episodio de La Comuna que, aunque sangrienta, no desborda el cinturón rojo de París. La proclamación de la muy monárquica III República, el boulangismo, el coronel La Rocque, y Mayo del 68 simbolizan episodios de manejable discordia civil en los que una gran humareda oculta la concisión de la llama. Una gran obra de teatro resume en un drama hablado la política francesa.

La IV República acabó muriéndose porque tras una guerra mundial se equivocó de autores. En 1946, el general De Gaulle, sin duda el mayor comediógrafo de la escena política del siglo XX, abandonó el poder ante la acometida de un parlamentarismo que quería un presidente sin capacidad de escribir su propia obra, mientras el legislativo caía en la confusa farsa de una representación con demasiados protagonistas.

En la IV República Antoine Pinay dirigió Francia como un modélico cabeza de familia rindiendo un gran servicio a la convalecencia nacional; más tarde, el sentido de la escena con que Mendes-France saldó las cuentas de Dien Bien Phu pudo hacer pensar que De Gaulle no volvería a ser necesario, pero, desterrados unos y otros por el totalitarismo parlamentario, estaba claro que la nación, restablecida, acabaría por acordarse de Juana de Arco.

El general De Gaulle supo dar a su pueblo a su regreso en 1958 la sensación de que podía ocurrir lo imposible: El enfrentamiento a los dos Grandes de una figura quijotesca con algo de Tintín, la relación especial con el Tercer Mundo, la partitura, en suma, del gran provocador de la escena mundial. El nuevo mandato gaulista se inició con el drama argelino y con el "Je vous ai compris" dirigido a la masa de pieds noirs el general firmaba el armisticio de una guerra civil no declarada; posteriormente, el nuevo compló de los militares argelinos fue sofocado más con un aliento desdeñoso que con la preparación de una refriega. Cuando nada podía cambiar, De Gaulle tenía el genio de infundir en su auditorio el convencimiento de que lo milagroso acechaba a la vuelta de la esquina; y, de la misma forma, cuando se cocía lo irreparable, de que era imposible que nada grave sucediera mientras él estuviera allí.

No fue el cansancio de tanto drama anunciado lo que obligó a De Gaulle a dejar huérfanos a los franceses, sino una calidad superior de representación teatral en la primavera de 1968. El gran talento histriónico de los universitarios de Nanterre coreados por la rigurosa disciplina de la gendarmería, sin duda en el ajo de que la revolución concluía en el tercer acto, pilló desprevenido al veterano autor, más avezado a desarticular conatos militares con palabras, que a desarticular palabras con conatos militares. Esa inversión de los procedimientos es lo que acabó con el general y no un anecdótico referéndum.

Tras De Gaulle era imposible sostener aquel tremendo climax y aunque Pompidou con su diabólico juego de cejas justificaba la escena, el revisionismo entró de la mano del tercer presidente de la V República. Valéry Giscard d'Estaing, como señala Pierre Chaunu, cometió un solo error: Olvidar el apetito dramático de la política francesa.

Giscard era un aristócrata de la tecnocracia; hablaba al ciudadano con una estadística en la cabeza y probablemente su aire de primero de la clase contribuyó como mecanismo de compensación a que adoptara una actitud presidencial revolucionariamente cotidiana. El presidente concibió la originalidad de pasar una velada a la semana en un hogar medio de la ciudadanía, de sorprender a su auditorio con conciertos de acordeón y, sobre todo, de desmentir que hubiera ningún abismo en lontananza. Giscard hacía la lectura de un balance de consejo de administración más que representaba un papel dramático. Y, así, en las elecciones de 1981 un veterano autor, que hasta entonces sólo había podido estrenar en provincias, iba a capturar la imaginación retórica de los franceses.

François Mitterrand ya había demostrado su talento para la acción dramática poniendo en ballotage al general De Gaulle en las elecciones presidenciales de 1967, en las que era candidato de la izquierda; que el recluso de Colombey se viera obligado a librar una segunda vuelta con aquel educado enemigo del gaullismo indicaba hasta qué punto un político de mediana edad, con un gran futuro a las espaldas, tenía todavía repertorio con que estremecer a los franceses. En 1981, el mismo Mitterrand que había sido considerado un cadáver político tras perder por unas décimas contra Giscard en 1974, llegaba a la presidencia prometiendo al electorado un drama nuevo: El de la edificación democrática, indolora pero heroica, del socialismo en Francia. El presidente Giscard no era capaz de comparar al socialismo con el infierno del Dante, como había hecho Chaban-Delmas en un debate contra el propio Mitterrand, sino simplemente de cotejar su frío orleanismo intelectual con el riguroso discurso del resucitado de la IV República.

Los idus legislativos de marzo no afectan formalmente a la presidencia pero Mitterrand dificilmente podrá desentenderse de su resultado. De sus tres principales oponentes, el neogaullista Jacques Chirac es una prima donna que busca la oportunidad de declamar su gran obra. Tiene la pasión que necesita una buena ópera dramática francesa y un aire pontifical con el que combatir el aura cardenalicia de Mitterrand. El segundo, Raymond Barre, antiguo primer ministro con Giscard, se beneficia de que el eventual agotamiento del drama socialista realza su papel como un epicúreo Pinay para los entreactos. La gran figura en lontananza parece que debería ser, sin embargo, la de Giscard. Unos resultados electorales que colocaran al líder centrista en la presidencia del Consejo nos depararían para los dos años que restan de mandato a Mitterrand un fenomenal encuentro de dos ideas para el Gobierno de Francia: El clasicismo cada día más gaullista del presidente y el revisionismo de Giscard, al que Raymond Aron emparentó políticamente un día con el orleanismo, rama liberal de la monarquía.

Dos escuelas de pensamiento se ven representadas en la derecha francesa ante la eventualidad de tener que gobernar, si ganan en marzo, con una presidencia socialista: La línea Barre que considera imposible la cohabitación, por lo que querría forzar la dimisión de Mitterrand; y la de Giscard-Chirac, partidaria de una coexistencia, aunque nada pacífica. Barre es el más gaullista de los tres porque al mismo tiempo que pide la ruptura preserva una idea de presidencia dominante; en cambio, Giscard extiende su revisionismo a una cohabitación en la que la primera magistratura perdería poderes.

Por eso, los resultados de las elecciones de marzo pueden determinar una nueva V República. El antiguo adversario del general es el que hoy defiende, por la cuenta que le trae, el legado gaullista, mientras que el que fue ministro de Economía de De Gaulle quiere poner fin a un período histórico. Será la gran comedia dramática entre el rey Capeto y Felipe Igualdad.

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