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La pregunta, en el tejado

El ex primer ministro Leopoldo Calvo Sotelo tiene un talento indudable para las frases, cualidad que se agradece, aunque no sea imprescindible, en un político. Cuando la guerra Falkland-Malvinas, al ser preguntado por su repercusión en el caso de Gibraltar, dijo, si mal no recuerdo, que se trataba de cuestiones distantes y distintas. Algo que no sólo era exacto, sino que además le permitía tomar a su vez distancias respecto a una cuestión que enfrentaba a un país hispánico sometido a una brutal dictadura militar con un país integrado en esa Europa a la que el Gobierno español estaba pidiendo la entrada. Y, más recientemente, al debatirse en el Congreso los pros y los contras de nuestra presencia en la OTAN, afirmó que la presencia de España en esa organización militar era un problema de identidad. Otra frase certera si lo que con ella quería decir era que se trataba de ser coherente con lo que España es o quiere ser y, sobre todo, con nuestro contexto. También aquí el señor Calvo Sotelo fue coherente consigo mismo, ya que España entró en la OTAN de su mano en virtud de un acto de gobierno.En la actualidad, como bien sabemos, también el Gobierno del señor González es partidario de nuestra permanencia en la OTAN. Pero, fiel a su promesa, en lugar de decidir la integración definitiva mediante otro acto de gobierno, integración que goza además del respaldo casi absoluto del Congreso, convocará en el curso de los próximos meses el referéndum previsto en su anterior programa electoral. ¿Medida necesaria? Para cumplir con la promesa hecha, sí; desde cualquier otro punto de vista, no. La política obliga con frecuencia a cambiar de política, y las decisiones de gobierno no tienen por qué ser materia de referéndum. ¿Tendría mucho sentido, por ejemplo, convocar un referéndum a propósito de un drástico incremento de los tipos impositivos o de una eventual y no menos drástica reducción? Para eso están, en una democracia parlamentaria, las elecciones generales, para que el Gobierno de turno rinda cuenta de las decisiones tomadas durante su mandato. Y, normalmente, las cuestiones fiscales y de carácter económico suelen incidir en el electorado de forma mucho más directa que la política militar.

Por otra parte, fuera de las puertas del Parlamento, el debate sobre la OTAN adolece, premeditamente o no, de un planteamiento equívoco, una especie de tolstoiano dilema entre guerra y paz. La OTAN es la guerra. Salirse de la OTAN es la paz. Esto es, al menos, lo que muchos ciudadanos creen entender. Como si la OTAN o Estados Unidos o la Unión Soviética quisieran la guerra. Y como si, en caso de que efectivamente y sin que nadie lo quisiera esa guerra terminase por estallar, el hecho de estar fuera de la OTAN fuera a salvarnos de algo.

Hay además situaciones límite en las que, por desgracia, los mejores deseos de paz de la gente han terminado siempre por naufragar. Dicho de otra forma: ¿Es razonable sin excepción alguna el uso de las armas? La cuestión es antigua, tan antigua y constante como, por ejemplo, cuáles son las condiciones que hacen lícito un magnicidio. No sé si quienes tomaron las armas en una lucha tan enconada como nuestra guerra civil llegaron a planteársela, pero sabemos que fueron muchos los que se la tenían más que planteada en vísperas de la II Guerra Mundial. Y tenemos la evidencia de que los ciudadanos franceses, yugoslavos o de cualquier otro país invadido que siguieron ateniéndose a sus convicciones pacifistas no tardaron en convertirse, a ojos de los demás, en simples colaboracionistas. ¡Precisamente!, se me dirá tal vez. ¡El papel de los nazis corresponde ahora a los imperialistas, y luchar contra la OTAN es luchar contra el imperialismo! Llegados a este punto, me resulta difícil continuar con un diálogo mantenido en lenguajes tan distintos, discutir quiénes son los que hoy podrían ser comparados a los nazis, o empezar a desgranar las listas de siempre: Afganistán y Granada, Polonia y Nicaragua, etcétera. Lo único cierto es que, durante la II Guerra Mundial, las fuerzas aliadas luchaban por instaurar en toda Europa un sistema político de libertades políticas individuales y colectivas similar al hoy vigente en los países que se hallan integrados en la OTAN, el menos malo de los sistemas, en definitiva. Y estoy seguro de que la mayoría de quienes ahora se oponen a la OTAN y en 1945 eran adultos de convicciones democráticas recordarán perfectamente que por aquel entonces no esperaban sino que las tropas aliadas completaran la liberación de Europa entrando en España y acabando con el régimen de Franco. A un alto precio de muerte y destrucción, claro está; el mismo precio pagado ya por el resto de Europa. Lo más curioso es que, de haber sido éste el sesgo tomado por los acontecimientos, nos hubiéramos encontrado en la Comunidad Europea desde el principio y, por supuesto, también en la OTAN.

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Como es natural, a la hora de escribir estas líneas ignoro por completo el contenido de la pregunta que será sometida a referéndum. Pero, al margen de cuál sea esta pregunta, se me ocurre otra, no por imposible de ser planteada tal y como la imagino menos interesante. Una pregunta referida en el fondo a la misma cuestión, pero situada en su verdadero contexto, el de una Europa dividida en dos bloques, y destinada a ser planteada mediante sendos referendos a celebrar en la totalidad de los países europeos, con independencia de su pertenencia a la OTAN o al Pacto de Varsovia. La pregunta, en líneas generales, debiera ser, como sigue: en caso de poder elegir, ¿qué sistema político de líbertades individuales y colectivas preferiría tener: el que mejor o peor funciona en los países integrados en la OTAN o el que impera en los países que forman parte del Pacto de Varsovia? El resultado, perfectamente previsible, sería a la vez idéntico y contrapuesto. En los países del Tratado ganaría su propio sistema. En los del Pacto, el sistema propio de los países integrados en la OTAN.

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